Este diciembre se han cumplido 31 años del primer estudio sobre impacto sanitario y ambiental del ozono troposférico en Chile, realizado por destacadas universidades del país (U. de Concepción, U. de Chile, U. Federico Santa María y la U. de Santiago). Incluyendo este, desde entonces se han publicado 19 estudios científico-técnicos sobre el tema, más de 50 papers en revistas especializadas, innumerables estudios internacionales y columnas de opinión abordando el problema.

Como sabemos, este gas tóxico e incoloro -que no debe confundirse con la Capa de Ozono de la atmósfera superior- se forma a nivel del suelo por la reacción con la luz solar (fotoquímica) de contaminantes como los óxidos de nitrógeno (NOx) procedentes de las emisiones de vehículos motorizados e industrias y Compuestos Orgánicos Volátiles (COV) emitidos, principalmente, por disolventes, fábricas y vehículos.

El Ozono Troposférico -que se registra sobre todo en la temporada de mayor radiación solar y calor, y se caracteriza por poseer la capacidad de oxidar materiales, ser muy reactivo e incluso a bajas concentraciones es irritante y tóxico- pertenece al grupo de contaminantes atmosféricos denominados “secundarios”, ya que no es emitido directamente a la atmósfera, sino que es creado por reacciones químicas complejas, no lineales, que implican a los precursores, óxidos de nitrógeno y los Compuestos Orgánicos Volátiles, en presencia de luz solar. Este ozono inferior es altamente soluble en agua, una característica que le ayuda a alcanzar el tracto respiratorio. Por eso produce efectos adversos de gran consideración en la salud humana, incluyendo problemas respiratorios, asma, reducción de la capacidad pulmonar y enfermedades cardiopulmonares, además de efectos indirectos, acumulativos y sinérgicos. Debido a sus propiedades oxidantes puede romper vínculos moleculares y dañar rápidamente el tejido humano.

Como sea, el nivel y cantidad de conocimiento e información estadística sobre el ozono troposférico es altísimo y detallado, y el consenso científico y social sobre la necesidad de disponer de norma y fiscalización efectivas es unánime.

Pese a ello, como es de esperar en el contexto de la crisis de credibilidad de las instituciones, el Ministerio del Medio Ambiente sigue sin proponer una normativa al respecto. Tampoco hay manifestaciones desde las comisiones de medio ambiente en el Congreso. Tal como hemos consignado desde Qore en columnas de opinión anteriores, es lamentable que incluso profesionales a cargo del diseño de propuestas normativas reconozcan que, gobierno tras gobierno, la autoridad de turno posterga una definición al respecto, sobre la base de criterios e intereses desconocidos, impropios del valor superior de cuidar la salud humana y los ecosistemas.

A su vez, la labor fiscalizadora de la prensa también es casi nula (tal vez porque, a diferencia del material particulado muy visible en invierno, el ozono es un gas incoloro y por lo mismo no fotografiable ni grabable). Finalmente, el tema está completamente ausente en los programas de gobierno de los candidatos presidenciales.

La conclusión es que desde noviembre de 1990 hasta la actualidad se han acumulado evidencias suficientes. Sin embargo, el avance normativo ha sido nulo, lo que permite concluir que se trata de un problema de carencia de mecanismos de representatividad en la institucionalidad sanitaria y ambiental. Por ello, sería recomendable que la Convención Constitucional incorporara procedimientos de participación vinculante respecto del diseño de propuestas normativas, con el objetivo de superar el estancamiento e intereses invisibles que actúan contra el imperativo de la política de salud y la protección ambiental.

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