La conclusión es básica y patética: nos estamos quedando sin palabras y, en consecuencia, fuera de todo diálogo. Y el silencio social aísla, marginaliza y relega a quienes no logran expresar sus sentimientos e ideas. La frustración que se genera busca entonces otras formas. Tal vez sea así como se llega a la violencia.

Dialogar nos acerca al semejante, nos alimenta con nuevas y mejores ideas, reflexiones y experiencias, provoca empatía y vivifica las relaciones humanas. El diálogo permite expresar pensamientos, convicciones y sentimientos; nutre la inteligencia, multiplica el razonamiento. Es el método perfecto para disipar dudas e incomprensiones y apaciguar confrontaciones.

El diálogo se diferencia de la discusión o la polémica, ya que su objetivo no es convencer, sino dar a conocer una opinión y escuchar la ajena, ojalá para alcanzar acuerdos, aceptando otros argumentos en función del objetivo de buscar conjuntamente las verdades, lo que uno hace observando, imitando, leyendo, analizando, pero sobre todo conversando.

La paz es sólida y duradera cuando surge del compromiso generado por el diálogo.

Para establecer un diálogo, se requiere expresar un argumento. Esto quiere decir que hay que saber hablar; no necesariamente con elocuencia, sino expresar ideas mediante oraciones con sustantivos, adjetivos y verbos, que luego se transforman en frases comprensibles.

Cuando la temática se torna compleja, la expresión de los dialogantes se va también complejizando, y se hace uso de algunas figuras de la retórica, recurriendo a ejemplos, analogías, metáforas…La gente de edad avanzada aprendió a dialogar con sus abuelos, vecinos, profesores y, sobre todo, en torno a la mesa familiar, donde supo que para opinar se requería escuchar y aprender.

Del individualismo al aislamiento

Al contemplar hoy a esta sociedad agitada, individualista y apática, desde lo más simple y cotidiano hasta lo más complejo, nos surge una inquietud que estimamos certera. Esta se origina al ver que la expresión oral y escrita se encuentra empobrecida, reducida a su mínima expresión. Los libros, el arte y las humanidades suelen ser desechados con desdén en la elaboración de las mallas curriculares de las universidades más prestigiosas.

Nos preocupamos al escuchar constantemente cómo se dan a conocer juicios y opiniones con un vocabulario cada vez más reducido, lleno de repeticiones, onomatopeyas y “garabatos” transformados en muletillas.

Nos consternamos cuando una opinión cualquiera, emitida sin lógica ni argumento, es defendida con encono so pretexto de que quien la expresa tiene “derecho a opinar”; o cuando vemos a tanta farándula dando cátedra de sabiduría y conocimiento en los medios de comunicación, y que esta termina transformándose en un referente social.

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Nos sorprendemos al saber que, en colegios y universidades, las evaluaciones vienen con respuestas envasadas, entre las que solo hay que escoger una alternativa, sin que se pida al alumno emitir un juicio, lo que termina, a lo mejor, por condicionar el cerebro a elegir únicamente respuestas “prácticas” que excluyen la contradicción y la duda.

Nos revelamos cuando el aprendizaje sistemático de nuestro idioma, con su rica y transgresora literatura, se ha transformado en el simple ramo utilitario de lenguaje enseñado por trozos, y la filosofía ha desaparecido completamente de las aulas.

Nos enojamos al comprobar que las redes sociales han limitado la expresión cotidiana de sus adictos seguidores, quienes replican frases reducidas a lo mínimo, acompañadas de signos y de “likes” o de “stiker”; o cuando la mesa familiar ha dejado de existir para dar paso a una bandeja con comida chatarra, celular en mano, la mirada puesta en una pantalla…entonces, nos llenamos de dudas. ¿Estaremos preparados para dialogar?

La ausencia de las palabras

Conversaba hace poco con un viejo académico, con quien coincidíamos en que, para comprender nuestra situación política actual, tan repleta de crispación, fanatismo y violencia, debíamos analizar la decadencia cultural en la que nos encontramos.

Y la cultura es belleza, sonidos, emociones, ilusiones, pero también palabras. Escritas o dichas, pero palabras. Palabras entrelazadas que dan vida a los textos y despiertan la imaginación y los sueños. Palabras que buscan otras palabras y que, en el encuentro, copulan para dialogar.

La RAE señala que el idioma español tiene alrededor de cien mil palabras, pero un ciudadano medio hispano utiliza unas mil y sólo los más cultos alcanzan las cinco mil.

En Sudamérica, pocos países se acercan a estos guarismos; Cuba, Colombia y Uruguay se encuentran entre ellos. En Chile, por ejemplo, un estudio realizado por la Unesco hace unos años concluía que los jóvenes del último año del liceo eran los que tenían el peor léxico del continente. Nuestra pobreza de vocabulario es tal que, según otro estudio lingüístico más reciente, efectuado bajo la dirección de los profesores Alba Valencia y Max Echevarría, en nuestro país bastaba con utilizar unas 300 palabras para darse a entender.

La conclusión es básica y patética: nos estamos quedando sin palabras y, en consecuencia, fuera de todo diálogo. Y el silencio social aísla, marginaliza y relega a quienes no logran expresar sus sentimientos e ideas. La frustración que se genera busca entonces otras formas. Tal vez sea así como se llega a la violencia.

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Fin de una época Martes 25 Noviembre, 2025 | 12:36

Hoy, cada cual adopta una posición en función de un entorno empobrecido, se abanderiza con una postura antes de analizar sus componentes, sin tratar de comprender la complejidad de este presente cambiante, refugiándose en la consigna fácil que lo simplifica todo con ese vocablo torpe y binario de “estoy a favor” o “estoy en contra”. La opinión aparece tan básica y fanatizada como lo son los gritos de un hincha alentando a su equipo en la galería. Y lo sabemos de sobra: las barras no dialogan, sino que se apedrean e insultan.

Con cada vez menos ideas expresadas para ser compartidas socialmente, el aislamiento se vuelve desidia y la actitud generalizada es de indiferencia. Ese diálogo, tan necesario para la sociedad, no logra entonces establecerse; a veces no por falta de voluntad, sino por falta de palabras que lo enciendan y alimenten.

Este fenómeno, que traspasa fronteras, no es reciente, pero se ha amplificado exponencialmente. Lo preocupante es que, sin las palabras adecuadas, el pensamiento mismo es el que queda atrapado en el cerebro. La sociedad entera se atora y tose; se agita.

Tomando debida nota de este empobrecimiento, la clase política se adapta fácilmente y pasa a hablar como quienes no hablan, simplifica sus programas y discursos, y se camufla detrás de imágenes y símbolos. Luego sonríen, palmotean y bailan.

De ahí, en gran parte, proviene la decadencia que estamos observando en la política en estos tiempos.

Hoy más que nunca creemos que tanto para soñar con cambiar el mundo, como para mejorar este presente deteriorado, debemos volver a la palabra, esa que genera el diálogo, verdadero motor de la historia.

“Sin palabras” es el título del tango de Santos Discépolo con el que expresó magistralmente sus sentimientos. Lo hizo con las notas y una nostalgia repleta de sentido. Nosotros, ciudadanos de 2025, ante la impotencia de no lograr explicar los nuestros con palabras, deberíamos al menos evitar expresarlos por medio de la violencia; esa que se genera por la frustración de quedarse huérfanos del lenguaje.