No es extraño que quienes fueron despreciados por la izquierda post estallido encuentren refugio en la única coalición que los dejó de interpelar. Kast no los seduce: simplemente no los insulta.
La política chilena volvió a demostrar que sus terremotos más significativos se producen en silencio, sin temblor previo, y que basta el gesto justo para que la placa tectónica del orden simbólico vuelva a desplazarse.
El apoyo de Eduardo Frei a José Antonio Kast no es solo un pronunciamiento personal: es el testimonio tardío de una generación que asistió, impotente, a la demolición moral de la Concertación y que hoy decide, sin complejos, abrazar al candidato de la derecha dura. El verdadero misterio no es Frei; es por qué a estas alturas alguien podría sorprenderse.
La reacción que provocó de indignación, de cuestionamientos morales, de columnas variadas ha sido infinita. Para qué decir en el pantano de las redes sociales, donde las acusaciones eran que su apoyo era un asunto transaccional. Como estamos a finales de campeonato de fútbol, con hombre del maletín de por medio.
Junto con Frei han tomado el camino de la conversión personalidades destacadas de la centroizquierda como el exministro Maldonado, la exministra Rincón, ambos importantes líderes de opinión. Obviamente en el olor a empleo también ha habido oportunistas, y el caso más freak es de un viejo ultrón de la UP, responsable de la mayor irresponsabilidad de aquella reunión de la marina y que dedicó su exilio en Cuba a mandar jóvenes a morir luchando contra Pinochet. Pero aquello es el folclor y no la médula del asunto.
No se asuste por esta columna, no es en modo alguno una suma a la serie de imprecaciones morales que recorrieron la izquierda. Tampoco es un acto de conversión, pues, aunque me han convidado a indefinirme, votaré de manera decidida por Jeannette Jara. Pese a lo perdida que tiene la brújula la izquierda, prefiero seguir siendo a la zurda más que diestro. Lo que leerá es un análisis del fenómeno de los conversos, que han sido muchísimos más de lo que reclutó Piñera. Para un derechista duro como Kast, es un punto mayor.
Hay un quiebre evidente en la antigua centroizquierda representada en la Concertación, y después en la Nueva Mayoría. La razón no es la Convención y su propuesta arriesgada de constitución, sino algo que ocurrió anteriormente.
La vieja pelea entre autoflagelantes y autocomplacientes selló el destino del quiebre, y el triunfo de los primeros generó una mística distinta.
Daniel Mansuy ya lo advirtió hace una década: fue la propia izquierda la que dinamitó la legitimidad de la Concertación, repitiendo con devoción un mantra que la derecha nunca habría podido inventar: ese Chile no valía nada, su crecimiento era desigualdad estructural, sus acuerdos eran pactos vergonzosos y sus reformas, insuficientes. El resultado fue obvio: dejar sin tierra firme a todos los que gobernaron ese ciclo. Frei incluido.
La Convención Constitucional terminó de sellar la fractura. Allí se canonizó la tesis de que todo lo anterior era indigno y que la refundación era la única salida moral posible. La vieja guardia concertacionista –esa mezcla de éxito económico y realismo político que dio estabilidad por veinte años– pasó a ser la caricatura favorita del nuevo progresismo.
Hay que recordar que se negaron a recibir a Ricardo Lagos, símbolo del éxito de crecimiento económico junto con políticas redistributivas reales. La propaganda por el Rechazo mostrando a figuras de izquierda cruzando el mismo puente del NO, mostró cuan profunda era la separación. Pese a la derrota a nadie se le ocurrió pedirles que volvieran al redil. Era más importante los principios, la pureza, que la reconstrucción de la centroizquierda.
Por eso, cuando Frei cruza el Rubicón, la reacción más interesante no es la suya, sino la de quienes lo expulsan nuevamente. La DC decide suspenderlo en un rapto de identidad tardía, como si al castigarlo pudiera recuperar el tiempo perdido o purificar la historia reciente.
Lo que logran, en cambio, es reactualizar el viejo complejo de superioridad moral con el que buena parte del oficialismo sigue abordando la política: el converso es siempre culpable, nunca reflexivo; el disidente es traidor, no interlocutor. El error táctico de regalarle agenda a Kast con esta suspensión recuerda cuando hace varias décadas, la DC cometió el mismo error al suspender a los jóvenes que protestaron por la matanza de Puerto Montt incluyendo a mi tío Carlos Bau, lo que terminó en un regalo a Allende.
La paradoja es evidente: para Kast el valor no está en los nombres que lo apoyan, sino en las emociones que esos nombres despiertan en la izquierda. Cada reacción airada, cada suspensión, cada columna indignada, refuerza el relato que su sector quiere instalar: el de una izquierda que no tolera la divergencia y que confunde la política con el catecismo. Frei, en ese sentido, es más útil como espejo que como militante.
El oficialismo tampoco ayuda. El problema no es que condenen el gesto de Frei; es que lo hagan desde el mismo pedestal moral que terminó alejando a amplios segmentos de su electorado.
Esa superioridad fue tolerada mientras las cifras acompañaban. Pero hoy, con los resultados de la primera vuelta y el desfondamiento del voto moderado el margen para seguir sermoneando es más bien estrecho. Lo leyó correctamente la candidata Jara al bajarle el perfil al asunto, pero el daño ya estaba hecho. Peor aún, cuando las propias cifras del oficialismo confirman que la Convención cayó estrepitosamente en los lugares donde la izquierda creyó que arrasaría.
Frei no es un ideólogo ni un estratega. Es un símbolo. Su apoyo a Kast no nace de un entusiasmo doctrinario, sino del sentimiento de desarraigo que se incubó desde 2019 en adelante, cuando el progresismo decidió que el país comenzaba con ellos y que todo lo anterior debía ser superado por decreto moral. No es extraño que quienes fueron despreciados por la izquierda post estallido encuentren refugio en la única coalición que los dejó de interpelar. Kast no los seduce: simplemente no los insulta.
Mientras tanto, la izquierda sigue discutiendo si Frei “traicionó el legado”. Pero lo cierto es que ese legado ya había sido expropiado por su propio sector mucho antes de que él marcara su preferencia electoral. Lo que ocurre hoy es solo la formalización de un divorcio largamente anunciado.
En política, como diría Maquiavelo, las ofensas deben hacerse todas de una vez. La izquierda decidió aplicársela lentamente a sus propios expresidentes, hasta que, por fin, uno de ellos la devolvió. Con una firma. Con un gesto. Con un silencio más elocuente que cualquier discurso. Y con un efecto que Kast, astuto, entiende mejor que todos: a veces, el converso vale menos que la furia del templo que lo expulsa.
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