Su decisión del 17 de octubre no pone fin al sufrimiento de Gaza, pero marca un punto de inflexión; porque en un mundo que normaliza el horror, la justicia, aun lenta, aun incompleta, se convierte en la forma más humana de esperanza.

El alto al fuego en Gaza ya se rompió. Israel reanudó sus bombardeos sobre una población exhausta, y los titulares que hablaban de “paz” se desvanecieron tan rápido como fueron impresos. La realidad desnudó la retórica de los acuerdos impulsados por Washington y celebrados con discursos de Donald Trump, que pretendían maquillar un genocidio con promesas de reconciliación.

Gaza sigue siendo una franja cercada, con hospitales destruidos, cementerios improvisados y familias que buscan sobrevivir entre ruinas. La anhelada paz se reveló como lo que siempre fue: una fotografía diplomática sin vida detrás, una palabra vacía que se pronuncia para no decir justicia.

Pero mientras los aviones vuelven a surcar el cielo y los convoyes humanitarios son retenidos en los cruces fronterizos, en La Haya se libra otra batalla: la del Derecho Internacional frente a la impunidad. Allí, lejos del ruido de los misiles, la justicia avanza con la calma de quien sabe que cada resolución puede cambiar el rumbo de la historia.

El 17 de octubre de 2025, la Corte Penal Internacional rechazó el intento del Estado de Israel de anular las órdenes de arresto contra el primer ministro Benjamin Netanyahu y su ministro de Defensa, Yoav Gallant. Con esa decisión, la Corte reafirmó su jurisdicción sobre Palestina y mantuvo vigentes las acusaciones por crímenes de guerra y de lesa humanidad cometidos desde 2014.

Israel había solicitado suspender la investigación y dejar sin efecto las órdenes, alegando que el tribunal carecía de competencia y que las resoluciones anteriores eran “prematuras”. La Sala de Cuestiones Preliminares fue categórica: la jurisdicción de la Corte sobre Palestina fue reconocida en 2021 y comprende Gaza, Cisjordania y Jerusalén Este. Ninguna apelación posterior cambia ese hecho. En consecuencia, las órdenes contra Netanyahu y Gallant siguen plenamente vigentes, y el fiscal puede continuar reuniendo pruebas y testimonios sobre los ataques, los desplazamientos forzados y el asedio sistemático a la población civil.

La importancia del fallo trasciende lo estrictamente jurídico. Por primera vez, un tribunal internacional mantiene activas órdenes de arresto contra líderes israelíes en funciones, pese a la presión política y mediática de las potencias aliadas. Se trata de un gesto de independencia judicial sin precedentes en la historia reciente: un recordatorio de que el poder no es sinónimo de inmunidad. La Corte no se pronuncia sobre treguas ni fronteras, pero deja claro que el Derecho Internacional no puede suspenderse cada vez que conviene a los poderosos.

Esta resolución también expone la incoherencia moral de quienes hablan de reconstrucción sin mencionar justicia. Las mismas capitales que celebraron la “tregua” guardan silencio ante los bombardeos que la rompieron. La ayuda humanitaria llega a cuentagotas, los niños siguen muriendo de hambre y enfermedad, y sin embargo el discurso oficial insiste en llamar “proceso de paz” a una ocupación que nunca terminó. En ese contexto, la decisión de la Corte Penal Internacional actúa como un faro, recuerda que no hay reconstrucción legítima sin rendición de cuentas, que la paz duradera solo puede construirse sobre la verdad y el derecho, no sobre las ruinas del olvido.

Negar la competencia de la Corte es negar la existencia de Palestina. Y esa negación es el corazón del conflicto. Si Palestina no existe, ¿de quién son entonces los cuerpos, las casas, las escuelas arrasadas? ¿A qué territorio pertenecen los cementerios, los olivos talados, las calles reducidas a polvo?

La estrategia israelí ha sido siempre la misma, borrar la existencia para borrar la responsabilidad. Pero La Haya, con su lenguaje sobrio y sus sellos oficiales, ha devuelto a la historia la voz de las víctimas. Ha dicho que la jurisdicción existe porque existen los crímenes, y que el Derecho no se negocia con quien lo viola.

La decisión del 17 de octubre es, en ese sentido, un reflejo en el que no solo se reflejan Netanyahu y Gallant, sino también los gobiernos que prefieren mirar hacia otro lado. Quienes se dicen defensores del orden internacional deberán decidir si colaboran con la justicia o si se convierten en cómplices de quienes la desafían con misiles. Cada Estado Parte del Estatuto de Roma, incluido Chile, tiene la obligación legal y moral de cooperar con la Corte. No basta con condenar el genocidio en discursos; es necesario sostener el derecho con actos concretos.

La Corte Penal Internacional no detiene guerras, pero traza límites morales. Su fuerza radica en la persistencia: en recordar que la verdad puede tardar, pero llega. Que el silencio cómplice de los gobiernos no borra las pruebas ni los nombres. Que ningún uniforme ni investidura política exime de responder por los crímenes más graves.

En un tiempo donde la palabra “paz” se usa como cortina para encubrir la impunidad, La Haya representa lo contrario: un espacio donde el lenguaje aún tiene peso, donde la ley puede mirar al poder sin inclinarse. Su decisión del 17 de octubre no pone fin al sufrimiento de Gaza, pero marca un punto de inflexión; porque en un mundo que normaliza el horror, la justicia, aun lenta, aun incompleta, se convierte en la forma más humana de esperanza.

El espejo de La Haya no miente. Refleja lo que el mundo intenta ocultar, que la verdadera paz comienza cuando termina la impunidad.