Lo más probable es que “la solución” esté en estimular a grupos desencantados del régimen y seguir tentándolos con la recompensa de 50 millones de dólares que, como en un “spaghetti western” de los 60s, se ofrece por Maduro “vivo o muerto”.

Recordando que “ni Julio César, ni el Imperio Romano pudieron conquistar el azul del cielo”, en una conocida canción de los 90s una banda australiana nos recuerda que, incluso el poder de las grandes potencias, tiene límites. Hoy esta máxima parece aplicable a una serie de conflictos y disputas, incluida aquella entre Venezuela y Estados Unidos.

La disputa está de muchas formas resumida en la recompensa de 50 millones de dólares ofrecida por el gobierno norteamericano a quien “entregue información que conduzca a la detención” del presidente venezolano Nicolás Maduro. Además de acusarle de cometer fraude en las elecciones de 2019 y 2024, el gobierno norteamericano sindica a Nicolás Maduro como liderar el “Cartel de los Soles”, una organización criminal integrada por “altos funcionarios” y, entre otros delitos muy graves, estar asociada a las FARC de Colombia y a otros grupos narcoterroristas en Honduras.

El despliegue de activos militares navales norteamericanos que ha sido objeto de noticia en los últimos días ocurre en momentos en que las autoridades norteamericanas luchan contra una nueva epidemia de abuso de drogas, ahora en forma de drogas sintéticas, más accesibles y potentes que, como el fentanilo o la ketamina, producen rápida adicción y representan una pesada carga para el sistema de salud. Esto, amén del problema de extrema violencia que afecta a grandes ciudades (algunas de las cuales comienzan a ser “ocupadas” por fuerzas federales).

Según estadísticas oficiales, el 51,2% de los norteamericanos mayores de 12 años ha probado, al menos una vez, alguna sustancia prohibida, en tanto que, contados desde 1999, las drogas ya produjeron no menos que 1.150.000 muertes por sobredosis. Anualmente lucha contra el narcotráfico demanda más de 44 billones de dólares del erario fiscal de Estados Unidos.

La circunstancia recuerda “la lucha contra las drogas” de las presidencias de Ronald Reagan y George Bush (padre), durante la cual, por motivos semejantes, en 1983 Estados Unidos invadió Granada (y derrocó a un gobierno pro-soviético al que acusaba ser instrumental para el tráfico de droga colombiana a Florida) y, en 1989, invadió Panamá para derrocar al régimen del General Noriega, a quien acusaba de ser una suerte de “máquina lavadora de dinero” del narcotráfico.

Mientras el informe de Naciones Unidas sobre Drogas 2025 desliza el rol de Venezuela como “punto de despacho” vía marítima de estupefacientes hacia Estados Unidos (vía las Antillas y Jamaica), la administración Trump entiende que ese delito es parte de una “guerra híbrida” que, además de financiar a grupos de terroristas, pretende agravar el problema social y de salud antes mencionado. Desde esta óptica, el narcotráfico del régimen venezolano constituye un “acto de agresión”, que faculta a Estados Unidos para omitir el principio de “no intervención”.

El gobierno norteamericano también parece haber concluido que las sanciones internacionales aplicadas desde 2014 a personas y empresas venezolanas, no produjeron resultados significativos. No impidieron que el régimen se enquistara en el poder, ni que las documentadas violaciones a los derechos a los derechos humanos cesaran, ni que el exilio de millones de venezolanos se redujera.

Tampoco terminaron en el aislamiento del régimen de Maduro, el cual sigue apoyado por la Rusia de Putin (incluso con nuevo armamento), y cuenta con la “simpatía” de países como China, Irán y Turquía. Es más, la tolerancia con el régimen de Maduro parece haber aumentado con la guerra comercial iniciada por el propio Donald Trump, que no solo afectó a los adversarios de Estados Unidos, sino que, comenzando por Europa y Japón, también a sus aliados.

Además, mientras la atención de los europeos está concentrada en su propio rearme y la contención de la crisis en Ucrania, la perenne división de los países iberoamericanos entre “cercanos” y “lejanos” de Estados Unidos resulta instrumental al régimen de Venezuela, que dispone de espacio para promover su “relato revolucionario” e “intervenir en los asuntos internos de otros países”.

No está, por supuesto, en duda de las capacidades militares de Estados Unidos para, si lo decidiera su presidente, in extremis invadir de Venezuela. Esto, sin embargo, tendría enormes consecuencias, comenzando por un número significativo de bajas norteamericanas. En realidad, con la excepción de las invasiones de Afganistán e Irak después de los ataques de 2011, desde el fin de la Guerra de Vietnam todos los gobiernos norteamericanos se han visto sumidos en la indecisión a la hora de abordar operaciones militares en el extranjero, si estas suponen bajas militares.

Como lo ilustran los casos de Bosnia (1995) y Siria (después de 2011), Estados Unidos no ha arriesgado el despliegue de contingentes en terreno, si este no va acompañado por el despliegue de fuerzas aliadas. En el caso de Bosnia, la intervención de Estados Unidos (y la OTAN) ocurrió solo después que la diplomacia del primer gobierno Clinton prácticamente “empujara” a los aliados europeos a actuar luego de constatada la masacre de miles de civiles en Srebrenica, mientras que la Siria de Bashar al-Assad sistemáticamente “cruzó varias líneas rojas” fijadas por las dos administraciones de Barack Obama.

Mientras está por verse si el despliegue naval norteamericano progresa hacia un bloqueo del tipo implementado sobre Cuba en octubre de 1962 (“crisis de los misiles”), no puede descartarse que el gobierno de Donald Trump intente una “operación especial” destinada a capturar a Maduro. Este, se entiende, ha tomado precauciones para hacer extremadamente difícil una operación de ese tipo.

Lo más probable es que “la solución” esté en estimular a grupos desencantados del régimen y seguir tentándolos con la recompensa de 50 millones de dólares que, como en un “spaghetti western” de los 60s, se ofrece por Maduro “vivo o muerto”.