Hasta hace pocos años, la infiltración del crimen organizado en instituciones armadas, policiales o penitenciarias era vista en Chile como una amenaza distante, propia de otras realidades latinoamericanas. Había algo de soberbia, poca autocrítica, una confianza excesiva en nuestras fortalezas institucionales y, sobre todo, una ingenuidad peligrosa. Hoy, ese velo de excepcionalidad se ha roto. Y aunque duela, no es necesariamente algo negativo. Al contrario: ver con claridad permite reaccionar.

Casos comprobados que involucran a funcionarios de Gendarmería, Carabineros, el Ejército y la Fuerza Aérea confirman que el país ha cruzado un umbral preocupante. No estamos en un punto de no retorno, pero sí en una zona crítica que exige acción decidida y no discursos vacíos. El verdadero riesgo no es lo que ya ha ocurrido, sino negarnos a asumirlo, a comprender su profundidad o seguir haciendo lo de siempre, esperando que el problema se disuelva por inercia. Eso no va a pasar.

Basándonos en la experiencia de campo acumulada en distintos países del continente, podemos advertir que el tránsito entre los primeros casos aislados y la penetración sistémica del crimen organizado en instituciones policiales —y, especialmente, en las Fuerzas Armadas— puede ser sorprendentemente rápido.

Cuando el sistema inmunológico del Estado comienza a fallar

Un punto de inflexión crítico ocurre cuando los hechos dejan de ser detectados por los propios mecanismos internos —como asuntos internos o unidades de contrainteligencia— y comienzan a salir a la luz a través de filtraciones, investigaciones periodísticas o denuncias externas. En muchos casos, estas señales iniciales no solo son ignoradas, sino activamente negadas o silenciadas desde el interior de las propias instituciones, lo que acelera el deterioro y profundiza la pérdida de control.

Ese es un balance al que hay que poner atención, porque en ese momento, el sistema inmunológico del Estado comienza a fallar, y el crimen organizado gana terreno no solo en las calles, sino en los pasillos del poder.

Una de las zonas más sensibles en este proceso de penetración del crimen organizado es el involucramiento de las Fuerzas Armadas en tareas de seguridad interior. Estas instituciones fueron concebidas para enfrentar hipótesis de conflicto externo y, en el caso chileno, se utilizan de forma excepcional en situaciones de catástrofe.

No están doctrinaria ni operativamente preparadas para insertarse de manera prolongada en territorios donde operan economías criminales, redes ilícitas o estructuras de crimen organizado con alta capacidad corruptora y sofisticación operativa, muchas de las cuales están profundamente integradas en el tejido social local.

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La seguridad no puede reducirse a un eslogan de campaña

Estudios exploratorios en América Latina demuestran que, cuando las Fuerzas Armadas son desplegadas de forma autónoma —es decir, sin operar como parte de una fuerza de tarea conjunta con las policías—, sin formación específica, sin objetivos claramente definidos y sin un plan de salida que contemple reentrenamiento, evaluación y retroalimentación del despliegue, los primeros indicios de corrupción interna suelen aparecer en menos de tres meses. La improvisación en este terreno no solo expone a los efectivos al riesgo de cooptación, sino que termina debilitando al propio Estado, erosionando su legitimidad y capacidad de control territorial.

Más grave aún es que este tipo de decisiones se adopten —o, peor aún, se anuncien— en contextos electorales. El uso del miedo con fines proselitistas es una tentación antigua, pero profundamente peligrosa. Invocar el despliegue de las Fuerzas Armadas como solución al crimen organizado, sin una estrategia realista, técnicamente evaluada, con respaldo presupuestario y validación institucional, constituye una forma de populismo que erosiona la legitimidad del Estado y debilita el rol de las policías, al desplazarlas de sus funciones naturales.

Eso no significa que las capacidades logísticas, tecnológicas o de despliegue puntual que poseen las Fuerzas Armadas no puedan ser útiles; de hecho, pueden ser tremendamente efectivas si se coordinan adecuadamente con las policías y se insertan en una estrategia bien definida, con objetivos claros y, sobre todo, con un carácter temporal. De lo contrario, todo se diluye en el ruido de la improvisación.

La seguridad no puede reducirse a un eslogan de campaña. Debe ser una política de Estado, no una promesa de votos. Y, lamentablemente, los ejemplos desastrosos de esta instrumentalización abundan en América Latina, con resultados más simbólicos que efectivos y con costos institucionales que, a menudo, son difíciles de revertir.

¿Qué busca el crimen organizado? Mucho más que calles

El crimen organizado, por su parte, no actúa de manera caótica ni improvisada. Tiene una racionalidad operativa y económica extraordinaria. No necesita infiltrarlo todo, le basta con corromper nodos estratégicos como fronteras, arsenales, sistemas de inteligencia, logística institucional o fiscalización interna. Allí despliega una caja de herramientas que va desde sobornos y favores hasta amenazas directas a funcionarios y sus familias. Cuando captura estos espacios, el Estado comienza a desangrarse desde adentro.

Y siempre surge la pregunta que muchos temen formular: si estas bandas ya lograron infiltrar a Carabineros, a la Fuerza Aérea o al Ejército, ¿es razonable pensar que no hayan intentado —o incluso logrado— lo mismo con políticos, jueces o instituciones civiles? La respuesta es incómoda, pero necesaria. No solo es posible, sino que debe asumirse como una hipótesis razonable, porque ha sido un método probado y exitoso en toda la región.

Donde el crimen organizado avanza, busca algo más que control territorial, necesita impunidad, acceso a contratos públicos, influencia normativa, protección institucional y la posibilidad de inyectar sus ganancias ilícitas en la economía formal. Y la vía más eficaz para lograrlo ha sido, precisamente, incidir en las políticas públicas. En Chile, ya existen señales de alerta que no pueden ser ignoradas.

Frente a este escenario, como sociedad, debemos atrevernos a llamar las cosas por su nombre. No basta con la denuncia ocasional ni con el diagnóstico cómodo. La negación, la minimización o la instrumentalización electoral del fenómeno solo contribuyen a su expansión. Necesitamos coraje cívico para reconocer que el problema no es futuro, sino presente. Y que no se resolverá con discursos, sino con acciones colectivas sostenidas.

La sociedad civil no puede reemplazar al Estado, pero sí puede —y debe— tensionarlo, vigilarlo y exigirle más. Eso implica reclamar mayor transparencia, fortalecer los mecanismos de control institucional, y apoyar la creación o consolidación de observatorios ciudadanos y académicos que ayuden a mapear y comprender el avance del crimen organizado. También es fundamental promover una educación cívica sólida y una ética pública renovada, especialmente en aquellos sectores donde el narco ha logrado legitimarse simbólicamente a través del asistencialismo, la protección o la espectacularización del delito.

Asimismo, se requiere fortalecer las alianzas público-privadas que integren a empresas, medios de comunicación, universidades y gremios en la defensa del Estado de derecho. Y, de forma urgente, impulsar una reforma profunda del sistema penitenciario, hoy con el potencial de convertirse en un nodo estratégico de reproducción y expansión del crimen organizado.

Crimen organizado en Chile: aún hay margen

El rol del periodismo es, en este contexto, fundamental. Donde fallan las instituciones, la prensa suele ser el último bastión. Pero ese papel tiene un alto costo. Lo hemos visto en México, Ecuador, Colombia o Paraguay, donde quienes investigan los vínculos entre crimen y poder se convierten en blancos directos. El silenciamiento del periodismo crítico no es solo un síntoma, es una señal clara de que el crimen ya no solo infiltra al Estado, sino que comienza a moldear su relato.

Chile aún tiene margen. Pero ese margen no es infinito. Evitar una captura institucional como la que hemos visto en otros países exige decisión política, no desde el partidismo ni la ideología, sino desde el compromiso genuino con el bien común, la democracia y el Estado de Derecho. También requiere una ciudadanía activa, que no solo se indigne, sino que participe, escuche, vigile, cree comunidad, recupere espacios y exija estrategias integrales y sostenidas.

La corrupción funcional al crimen organizado no se detiene con declaraciones grandilocuentes ni con promesas de campaña. Se enfrenta con políticas públicas coherentes, sostenidas y sostenibles en el tiempo; con control cruzado y efectivo entre los poderes del Estado; y con una sociedad civil que no renuncie a su capacidad de incidencia, sino que la ejerza activamente, poniéndola al servicio del fortalecimiento institucional y del bien común.

Porque el verdadero punto de no retorno no ocurre cuando las instituciones son infiltradas. Ocurre cuando dejamos de creer que podemos recuperarlas.