El mes de la solidaridad nos debería cuestionar duramente porque seguimos sin garantizar la vida, derechos y dignidad de todos y todas los que habitan en este territorio que llamamos Chile.

No son pocos los marginados y excluidos de lo indispensable para vivir con alegría, los que caminan desde la cuna con maltrato y soledad, los estigmatizados por vivir en barrios marginales, los que viven en campamentos y en la calle, los migrantes que huyen del hambre y violencia de sus países, los trabajadores informales y los que subsisten con un salario que no sostiene la vida, los que mueren esperando la interminable lista de espera del hospital, los niños duramente vulnerados por nuestra incapacidad de protegerlos y darles buena educación y muchas otras realidades de castigo que violentan a la gente.

No hay duda que Chile avanza pero es duro nacer en dolor y morir en el cansancio del maltrato, porque la pobreza no tiene nada de romántico; se padece y se sufre hasta el último día de la existencia. Y lo que más duele es tener la certeza de que las cosas podrían ser distintas y que si no lo son, es sencillamente porque no queremos.

Por lo mismo la verdadera solidaridad nos debería mover a revelarnos con fuerza contra el dolor humano y sus causas, en lugar de dejarnos tranquilos cuando la entendemos como un acto de buenismo de vez en cuando. Porque la violencia está golpeando duramente a la población, no sólo en las calles y hogares sino que también por esas estructuras naturalizadas de humillación política y social que violentan la existencia y que gobierno tras gobierno que llega al poder corea el infaltable “nunca más”.

La violencia tiene mil rostros que no se pacifica con una caja de comida, un camión militar, una mediagua o una fiesta de abrazos para conocernos y querernos más. La verdadera solidaridad no es un asistencialismo que reemplaza la justicia sino que ambas son parte de un mismo movimiento político y social que desviolenta la vida de las comunidades y pueblos.

El problema que las encuestas reflejan con dureza es que vivimos tiempos de mala política y sin buena política la solidaridad pierde su real valor y fuerza transformadora. Porque en la política actual se imponen los populismos de soluciones simples y vistosas, los malos tratos, las palabras hirientes y las descalificaciones como si lo que importara es gritar frente a la cámara y destruir a todos los que se pueda.

La política populista, la que en la práctica no ama el futuro del país sino que sólo así misma, la que propone cerrar las fronteras, militarizar los territorios, endurecer las penas, levantarse más temprano y llenar la ciudad de cámaras de vigilancia y policías; recetas que nacen de una política empobrecida que no entiende el valor de ella y que no quiere oír el clamor ciudadano que no da para más. Insisto, y por decirlo de alguna manera, llama poderosamente la atención que el mundo político no se haga cargo de su triste 4% de aprobación ciudadana sabiendo es la piedra angular del desarrollo y futuro de toda nación.

La gente quiere menos asistencialismo y más buena política; menos fundaciones que pintan plazas y más estado de bienestar robusto que garantice la vida, más políticos y menos disfraces, menos violencia en el hemiciclo y más argumentación. En este mes de la solidaridad no nos contentemos con llevar un pan al que tiene hambre, que por supuesto que hay que hacerlo, pero no nos quedemos ahí sino que es hora de movilizarnos para exigir a los partidos políticos retomar el camino de la buena política de la que depende la buena vida para todos y todas. Es nuestro derecho.