Como sabemos, desde la movilización ciudadana que sacudió el país el 18 de octubre y días posteriores, el vuelco generado en la situación nacional no sólo fue imprevisto por sesudos analistas y los actores políticos, además alcanzó una extensión y profundidad inesperada porque sacó a la superficie lo que no se veía o lo que no se quería ver de la realidad chilena.

Cuando se advirtió que la fractura social generada por las desigualdades era portadora de un desencanto y de un descontento de dimensiones insospechadas, por ejemplo, en el estudio que siendo Presidente del Senado pedí a la Biblioteca del Congreso Nacional, el año 2012, “Retrato de la desigualdad en Chile”, como tantas veces no se quiso escuchar los datos que fermentaban la rebelión social que surgía en el seno de la sociedad chilena.

Por la autocomplacencia o la codicia, se vio únicamente la superficie, las cifras azules, los miles de millones de dólares de las agroexportaciones tapando la realidad de miles de productores campesinos agobiados y hastiados de los abusos de los mega controladores del comercio exterior, y tampoco se quiso ver la pobreza de los trabajadores en los puertos, que sufren los altibajos de empleos precarios y la súper explotación del sistema de subcontratación.

Asimismo, se ignoró el conflicto social en las cadenas de supermercados, que han crecido en medio de la inestabilidad laboral y la reducción de los ingresos de sus dependientes y también ahogando a miles de pequeños almaceneros en los barrios populares, así como, se desprotegió a los trabajadores de la construcción y de servicios que padecen por el empleo mezquino y cínico de las contrataciones de los emigrantes obligados a laborar duro, por menos ingresos.

Así también la sociedad patriarcal chilena consideró la tarea de la mujer como complemento de los bajos salarios, en efecto, para que el trabajador llegue a fin de mes requiere en el hogar una obrera que haga su labor en forma gratuita y, en el caso de una mujer profesional, su independencia laboral y sus años de estudio son castigados por el sistema pagándole la mitad o menos de la mitad de lo que recibe un varón por ese mismo trabajo. El feminismo responde a ese tipo de abusos, a la opresión de la mujer que ya no da más y que no puede continuar.

El “crecimiento sostenido” aportó a la estabilidad democrática haciendo callar a los nostálgicos de la dictadura que vaticinaban el caos, pero también coadyuvo a una visión distante o tecnocrática ante la reproducción de la marginalidad social y territorial, además, avances como la disminución de la pobreza, la reducción de los campamentos y el aumento de las familias con vivienda propia, aunque fuera hacinadas en un espacio de pocos metros cuadrados, distorsionaron la mirada y se subvaloró la gravedad de la nueva marginalidad urbana, marcada por la drogadicción y el impacto del narcotráfico, el rebrote del alcoholismo, la delincuencia, la prostitución y otros lastres de la pobreza.

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Así, se fue configurando un país con más ingresos, pero con un foso social insalvable
- Camilo Escalona

Así, se fue configurando un país con más ingresos, pero con un foso social insalvable. También se ignoró el efecto de un sistema que insta al consumo con la imposibilidad de satisfacerlo, ese círculo vicioso del modelo imperante que genera el endeudamiento que luego los medios oficiales critican, pero esconde que muchos delinquen tras las zapatillas o el vestuario que, falsamente, la publicidad les ofrece como realización personal, aunque al final deban recurrir a la más abyecta delincuencia: el narcotráfico, para pagar ese consumo.

En definitiva, los núcleos centrales del poder negaron que tanto la desigualdad económica y social, como de género, producto de una concentración de la riqueza nunca antes conocida iban a provocar un malestar tan hondo como nunca reconocido, que trajo un deterioro, sin precedentes, de la credibilidad de las instituciones democráticas, impotentes o ineficaces, ante las desigualdades y la colusión de los intereses corporativos.

Ante los privilegios y los abusos no pudo ser más desafortunada la autocomplacencia del gobernante y sus infundados desplantes prometiendo el paraíso del desarrollo a la vuelta de la esquina. Con soberbia, declaró que el país era un “oasis”. Desde el retorno a la democracia que no había una cascada de promesas fáciles y rimbombantes como hubo en la retórica piñerista hasta el 18 de octubre. No cabe duda de que mucho del desconcierto de la autoridad obedece a que creyó en sus propias auto alabanzas.

Por si fuera poco, en ese marco, el gobierno propuso una reforma tributaria, la llamada “reintegración”, que daba un beneficio de mil millones de dólares anuales al 1% más rico de la población y, al mismo tiempo, procedió al alza del transporte público, el que debe pagar la mayoría de menos ingresos para usar un servicio de fuertes deficiencias. Así, la gota rebalsó el vaso, el “estallido” social planteó al sistema político en su conjunto, un desafío de consecuencias institucionales y efectos inéditos en la situación nacional.

La respuesta del gobernante fue declarar que el país estaba en “guerra”, insistiendo hasta cansarse que esta se libraba en contra de un enemigo “poderoso e implacable”, declarando al mismo tiempo el Estado de Emergencia. La belicosidad presidencial no pudo arrastrar al general Jefe de la Fuerza castrense que dijo que no estaba en guerra, “con nadie”, evitando un costo aún mayor del que el país ha pagado por la represión y el uso de la violencia estatal para contener y ahogar la protesta social.

El 25 de octubre, cerca de un millón y medio de personas en Santiago, y por todo Chile más de dos millones de manifestantes, salieron a las calles a confirmar que el malestar social era una realidad profunda, incuestionable, que no era una asonada de vándalos o violentistas como repetía la autoridad para justificar la represión y la permanencia de las Fuerzas Armadas en funciones represivas que no deben tener.

El discurso político oficial que reducía la crisis de gobernabilidad a un fenómeno de “orden público”, usando el viejo término de la dictadura, “el violentismo”, posición en la que acababa de insistir en el Parlamento el entonces ministro del Interior, ese discurso típico del autoritarismo UDI, que encubre la tesis de “la guerra” de La Moneda, esa anacrónica idea caía ruidosamente al suelo ante la efervescencia social generada por millones de manifestantes.

Por eso, el intocable primo, baluarte del piñerismo, tuvo que hacer las maletas y el gobernante cursó su reemplazo, sin tener preparado el famoso “plan B”, que se supone tienen a mano los “hombres de Estado”. El país fue testigo de algo insólito, al concurrir a jurar los nuevos ministros no sabían cuál era la cartera que les “tocaba” en el reparto oficial. La tan cacareada “excelencia” de Piñera no fue más que un cuento de hadas. De no haber celular, las carreras a último momento al despacho presidencial hubieran sido un penoso espectáculo. Así quedó claro que la crisis abarcaba e incluía al mismo gobierno en su vertiginosa dinámica.

Ante la evidencia de los hechos, luego que su ajuste ministerial no diera real respuesta a la crisis y cientos de miles de personas igual volvieran a manifestarse, Piñera debió no sólo aceptar -sin convencerse- la realidad que rechazó durante semanas, sino que tuvo además que dar un giro total en su discurso político, viéndose obligado a señalar que “el país cambió” y que también “el gobierno cambió”. Así rodó por tierra la autocomplacencia del gobernante y la soberbia de su entorno.

Ante un infructuoso cambio de gabinete el gobierno se vio no sólo desbordado, sino que confundido y paralizado. El inmovilismo gubernativo agravó la tensión y condujo la crisis a un verdadero callejón sin salida que a mediados de noviembre había generado niveles de confrontación social sin parangón y sin perspectiva de solución. Chile era una caldera en ebullición con un gobierno sin capacidad de respuesta.

En este contexto, las fuerzas políticas respondiendo a su razón de ser, realizaron un intercambio de opiniones que les hizo asumir, no en su totalidad, pero en un ancho arco de fuerzas, la responsabilidad política que les toca a los Partidos en instantes de crisis, adoptando el “Acuerdo por la paz social y la nueva Constitución”, que abrió una perspectiva que hasta entonces no existía, que la decisión fundamental la tome el pueblo soberano. Así partió el proceso constituyente en curso.

Con el paso de las semanas, el gobernante trató de reponer la esencia de su discurso, es decir, que hay “un enemigo poderoso e implacable”, que para hacerlo creíble fue instalado en Europa oriental, seguramente, pensando que queda en el subconsciente colectivo algo del antisovietismo de hace tres décadas, pero la implementación de esta nueva estrategia condujo al ridículo del “big data”, una recopilación del flujo de Internet que no hizo más que confirmar la orfandad de ideas en el gobierno y la popularidad en las redes sociales de Mon Laferte, Claudio Bravo y Gary Medel.

El proceso constituyente es fundamental para el futuro de Chile. El primer paso decisivo es el Plebiscito del próximo 26 de abril. Su resultado determina el avance posterior o, simplemente, se trunca el proceso. La razón es evidente, se decide si hay o no mayoría para el cambio de la Constitución del 80 por una nueva Constitución. Asimismo, se resuelve si la Convención Constituyente es electa en su totalidad o si su composición es mixta, o sea, mitad electa y mitad de parlamentarios.

Hay que resolver esta cuestión fundamental antes de abrir otros debates sobre cuáles serán las candidaturas a constituyentes o la composición partidaria de las listas o lo que sea. El grueso de la derecha se reunificó en torno a la Constitución del 80 y la dispersión actual del bloque que aspira a su reemplazo son factores decisivos que indican que el Plebiscito será altamente competitivo.

Hay que tomar conciencia que el resultado del Plebiscito no está resuelto. La derecha, salvo excepciones, se reagrupó en torno a la defensa de la Constitución del 80. Su sino autoritario así lo determinó. En definitiva, se unen para resguardar los intereses mezquinos y los privilegios que siempre han defendido y que ven eficazmente protegidos en las cláusulas constitucionales que minimizan el Estado y han servido para concentrar la riqueza como nunca había ocurrido en nuestro país.

Estamos ante una circunstancia imprevista, pero de innegable alcance democrático, hay que concentrarse en esa tarea, no desviarse, no caer en provocaciones ni facilitarlas, son muchos los desvelos y los sueños que se juegan y no pueden ser defraudados. La opción de “apruebo” una nueva Constitución debe unir y vencer, por el futuro de Chile.

Camilo Escalona Medina
Ex Presidente del Senado