Por Miguel Ángel Criado, de EsMateria.com
Durante 200.000 años, a los seres humanos les bastó con cazar y recolectar para prosperar. Pero en unos milenios, domesticaron una gran variedad de animales y plantas, en un proceso que dio forma a las sociedades modernas. Aquel fue un gran salto pero ni fue tan intencionado ni tan lineal y menos aún rápido y focalizado en unas cuantas áreas geográficas como cuentan los libros de historia. A tenor de las últimas investigaciones, el progreso estuvo salpicado de pasos atrás, improvisación, azar y fracasos.
Fue Charles Darwin el primero en sistematizar la visión de la ciencia sobre la domesticación de especies salvajes para el sustento de los humanos. Desde él, los científicos han creído a pies juntillas que la selección artificial en busca de unas características deseadas fue un proceso consciente. Era la segunda mitad del siglo XIX, el positivismo y la idea de un eterno progreso ofrecían una imagen de los seres humanos como protagonistas, también de la historia natural, muy sugerente.
Sin embargo, los avances en arqueología y genética de las últimas décadas, y el empeño de muchos científicos de combinar ambas disciplinas están desmontando buena parte de los mitos que rodean a aquella gesta humana. Frente a la visión canónica de que la domesticación fue un rápido proceso concentrado al principio en muy pocas zonas del planeta, recientes investigaciones muestran un panorama muy diferente. Se trató más bien de un complejo y largo proceso de relaciones entre animales, plantas y humanos.
“Con un conjunto de nuevas técnicas en juego, hablando y colaborando, los arqueólogos y los genetistas están cambiando radicalmente cómo vemos la domesticación”, dice Dolores Piperno, científica emérita del Instituto Smithsonian para la Investigación Tropical y coautora de un artículo que introduce un especial de PNAS con una decena de recientes investigaciones sobre la domesticación de plantas y animales.
Hace 11.000 años
A excepción de los perros, que fue muy anterior, el inicio de la domesticación se puede situar entre unos 11.000 y 12.000 años atrás, después de la última glaciación. Pero se alargó varios milenios más. Además, algunas plantas como el arroz, el algodón o el mijo, y especies animales tan relevantes como las vacas, los cerdos o los caballos no fueron domesticados hasta varios milenios después.
Los estudios genéticos y arqueológicos revelan ahora que la visión de un proceso nacido de unas pocas regiones geográficas como el Creciente Fértil o el este de Asia es errónea. Al menos hubo 11 centros originarios repartidos por todos los continentes, a excepción de Oceanía, que concentraron las principales especies domesticadas. Pero la cifra se queda corta, algunos la elevan hasta la treintena.
Además, existen grandes diferencias temporales y espaciales en la domesticación de unas especies y otras. En América, por ejemplo, la siembra consciente de semillas fue muy anterior a la cría de animales, un proceso que se invierte en África o la India. Hay casos de doble domesticación como el del cerdo. En uno de los estudios, los investigadores muestran cómo los cerdos fueron domesticados de forma independiente, primero en Anatolia y después en el este de lo que hoy es China.
El caso de los cerdos muestra también la existencia de pasos atrás en esta supuesta historia de progreso. Los anatólicos acabaron llegando a Europa, pero el análisis del ADN mitocondrial muestra que se mezclaron con jabalíes salvajes de forma continuada. En China, al contrario, no existe rastro de esta hibridación, quizá debido a mejores técnicas de estabulación. El intercambio genético entre variedades domésticas y salvajes parece ha sido una constante hasta hace bien poco.
“Nuestros hallazgos muestran un escaso control sobre la reproducción, en especial de las hembras domésticas, e indican un extenso flujo genético o hibridación entre poblaciones de animales domésticos y salvajes”, explica en una nota de la Universidad de Washington en Saint Louis, Fiona Marshall.
Esta mezcla fue accidental pero en ocasiones plenamente buscada. ”Los animales salvajes son por lo general más rápidos, fuertes y mejor adaptados a las condiciones locales que los domesticados”, recuerda Marshall. Y pone el ejemplo de los pastores beja, del noreste africano. Ellos cruzaban a propósito sus burros con los asnos salvajes africanos para tener animales más resistentes para el transporte. En cuanto al cruce accidental, aún hoy, los camellos del desierto de Gobi se mezclan con sus primos silvestres.
El síndrome de la domesticación
Hoy es muy fácil echar la mirada atrás y ver la domesticación como un esfuerzo inteligente y dirigido para obtener animales y plantas más dóciles, resistentes a plagas y que dan más leche, carne o frutos. Estas son algunas de las características que dan forma al llamado síndrome de la domesticación, los trazos que diferencian a las variedades domesticadas de las silvestres. Pero es un error ver este síndrome como un todo acabado en unos pocos años.
Hasta ahora, se mantenía que la fijación de la domesticación en los genes era cuestión de un par de siglos como mucho. Pero la genética ha demostrado que el trigo, la cebada y el arroz, por ejemplo, tardaron entre 2.000 y 4.000 años en fijar en su herencia genética un fenotipo clave para los humanos como es el que impide la dehiscencia de sus semillas. En sus versiones silvestres, cuando maduran, los granos caen al suelo, algo que complicaría su recolección. Sin embargo, en las domesticadas la dehiscencia ha desaparecido.
Pero la mayor carga de humildad la pone el hecho de que una comparación de la evolución de los fenotipos entre especies domesticadas y salvajes muestra que el ritmo de cambio evolutivo no suele ser mayor en las primeras. De hecho, en muchas de las especies, la selección natural ha actuado con mayor rapidez en las segundas. Por una vez, Darwin se equivocaba.