Dos son los principales argumentos que esgrimen los promotores de una Asamblea Constituyente para Chile: el de la legitimidad y el de la representatividad.

Básicamente, el argumento de la legitimidad sostiene que una Constitución, necesariamente debe nacer en democracia y no en el marco de rupturas institucionales, como golpes de Estado o revoluciones. Sin embargo, la historia —tanto chilena como mundial— desmiente este argumento.

Generalmente, las constituciones nacen cuando se quiebra la institucionalidad constituida. Cuando, por algún acto de fuerza, la Constitución anteriormente vigente ha perdido validez. No por obra del derecho que la deroga, sino de los hechos que la hacen inviable. Prácticamente, todas las constituciones francesas desde 1789 a 1875 tuvieron un origen violento. Esto lo recuerda muy bien Raymond Carré de Malberg en su célebre Teoría General del Estado, publicada en Francia entre 1920 y 1922.

Por eso que, en cierta medida, no se equivoca el historiador Gabriel Salazar cuando señala que ninguna Constitución chilena ha nacido en forma pacífica, sino siempre “a sangre y fuego”. Y digo que tiene razón “en cierta medida”, porque después de la ruptura se crea una institucionalidad destinada a redactar la nueva Carta, la que, en algunos casos, es seguida de algún mecanismo de democracia directa (plebiscito). Esto último fue lo que sucedió con la Constitución de 1925.

O sea, la supuesta ilegitimidad que supone la ruptura inicial se subsana con la institucionalidad con que se genera la nueva Carta.

La misma Constitución de 1980, si bien se generó en dictadura, fue legitimada plebiscitariamente no sólo al momento de su aprobación inicial —con dudosas garantías democráticas, no cabe duda—, sino al comienzo de la transición y con el apoyo de la oposición al mismo régimen que la generó originalmente (1989). Y para que recordar que se trata de la Constitución, por lejos, más reformada de toda la historia de Chile: una cincuentena de reformas en 79 de los 120 artículos, llegando, incluso, desde 2005, a llevar la firma de uno de los principales opositores al General Augusto Pinochet: Ricardo Lagos.

Por otra parte, y aunque esto no tiene que ver con la legitimidad propiamente tal, resulta claro que, en lo sustantivo, la Constitución actual tiene muy poco que ver con la aprobada en 1980. De hecho, la reforma de 2005 eliminó los llamados “enclaves autoritarios”, como los senadores designados y vitalicios, el carácter de “garantes de la institucionalidad” de las Fuerzas Armadas, la inamovilidad de los comandantes en jefe de las Fuerzas Armadas, la auto-convocación del Consejo de Seguridad Nacional, la autonomía del Presidente de la República para declarar estados de excepción, etc.

Por otro lado, el sistema binominal, los quórums súper mayoritarios y el control preventivo del Tribunal Constitucional— nunca (o, al menos, escasamente) fueron, durante los veinte años de la Concertación, considerados como enclaves autoritarios. Se trata, en efecto, de aspectos formales que, aunque discutibles y susceptibles de ser modificados, no hacen a una Constitución, y al sistema político por ella dispuesto, como menos democrática. Si así fuera, pocos serían los Estados de Occidente que pasaran el “test de blancura” de una democracia considerada en términos formales y nos sustantivos.

Por lo demás, la eliminación de tales aspectos formales no implica, necesariamente, acudir al mecanismo de una Asamblea Constituyente. De ahí que el argumento principal de los partidarios de este camino sea el de la “representatividad”.

Valentina Verbal, Fundación Cientochenta.