En un afán por descansar, opté por dedicar el domingo a ver televisión. Los críticos de ese medio dirán que más bien elegí idiotizarme, pero a ellos suelo retrucarles que el problema está más bien en el telespectador, como bien aprendí de Edison Otero y su libro “Televisión y Violencia”: el “receptor” del contenido – se ha probado a lo largo de los años – es más que un mero recipiente de mensajes y de acuerdo a su entorno cultural, historia personal y nivel de educación es capaz de elegir la información que le es valiosa para armar su constructo intelectual. Dicho de otro modo, hay muchos que son capaces de escarbar en la basura.

Finalmente, no descansé de tanta idea con que di para escribir esta columna. Viendo “Tolerancia Cero”, me encontré con un esperanzado Ministro de Educación que intentaba explicarle a la audiencia las bondades del proyecto de presupuesto en educación 2012 del gobierno. El rol de Bulnes parecía obvio: hablar bien de una iniciativa gubernamental. Pero ya cuando los panelistas – que suelen tratar de asumir un papel crítico con el entrevistado de turno – empezaron a concordar con el Secretario de Estado en que era evidente algún nivel de avance, uno captaba un ambiente de cierto optimismo, como que el asunto se estaba encausando, ad portas del ingreso del proyecto a la Cámara de Diputados.

Hacía unas pocas horas había visto un reportaje sobre Michelle Rhee y me corroboró que el tema de la educación no termina con el erario nacional. La idea del documental era mostrar cuántos fracasos puede enfrentar la obsesión por concretar cambios. Rhee fue jefa de colegios en Washington DC y gestora de una fuerte reestructuración del sistema escolar público en ese distrito. Como había sido profesora, era una convencida de que la calidad de los docentes, sobre todo en los años escolares iniciales, hacía toda la diferencia en el rendimiento de los alumnos.

En Estados Unidos – comprobé con sorpresa el parecido con Chile -, los maestros están agrupados en poderosos gremios y poquísimas autoridades cuestionan que casi no se les evalúe con cierta periodicidad y que su promoción dependa de los años de carrera y de los grados que ostentan. Cuando asumió la jefatura de escuelas de Washington, Rhee creó una evaluación docente muy estricta y terminó despidiendo a decenas de profesores, lo que agitó las aguas y le valió mucha resistencia. Tanta que las presiones consiguieron sacarla del cargo. El reportaje, en todo caso, me recordó el debate pendiente en nuestro país sobre la calidad del profesorado y su importancia en los años tempranos de enseñanza en los colegios.

También me encontré en esta “maratón televisiva” con un muy bien hecho comercial argentino: un hombre de espaldas enfrenta una ciudad oscura y quieta. Pone una moneda en una alcancía y la metrópoli se aviva, los autos empiezan a andar en las calles, los locales prenden las luces y, de fondo, aparece la voz de un locutor que dice algo así: “Tus impuestos le dan vida al país”. Me quedo pensando: independiente de lo que Argentina – famosa por sus historias de corrupción – hace con sus impuestos, hay varias preguntas de si lo que Chile concreta con sus tributos va en beneficio o no de la población. En eso aparece la nueva publicidad del Transantiago, lejos, lejísimos de la calidad de la propaganda trasandina, llamativa por lo chabacana y por lo grotesca en su contenido. Conductores de automóviles que osan pasarse a la vía exclusiva de los microbuses y que son captados por una cámara fotográfica. Al reparar en esto, o se espantan porque no estaban “presentables” para la fotografía o porque ésta sale publicada – para sobresalto del sorprendido – en un vespertino que todos los otros automovilistas pueden ver. Acto seguido, Willy Sabor, con su eterna gesticulación candente y exagerada – por no decir vulgar -, le baja el tono a aparecer fotografiado – y, por ende, multado – y recomienda mantenerse en las vías destinadas a vehículos particulares.

Y en eso pienso: en que nuestros impuestos le dan vida al país y se la dieron, en su momento, al Transantiago. Me acuerdo del director de Adimark, Roberto Méndez, comentando en el último Encuentro Nacional del Empresariado que el malestar de la gente se debe en buena parte a que ha subido el costo de los alimentos y del transporte y que hace poco hubo una nueva protesta espontánea de los usuarios porque el pasaje sigue subiendo y el servicio no mejora. Es más, en esa ocasión, los pasajeros se tomaron la calle porque el recorrido 410 tenía la extraña costumbre, según contaban los propios choferes, de llegar al paradero de Providencia, no parar y luego volver con las máquinas vacías al terminal en Renca.

Vuelvo a la historia de Michelle Rhee y a la conclusión del porqué de su fracaso: tenía una visión simplista del mundo, decían sus críticos, y no miraba el contexto de las cosas. Por ejemplo, al despedir a varios profesores, se encontró con la oposición de los apoderados, a pesar de que estaban conscientes de que la mala calidad de la enseñanza estaba perjudicando a sus hijos. Esos padres, repararon los expertos, más allá de las estadísticas, confiaban en los docentes despedidos porque veían el vínculo afectivo que se había generado entre ellos y los niños. Es decir, el contexto transcendía los resultados académicos y a Rhee le faltó perspectiva para verlo.

Bueno, al Ministro de Transporte le está faltando esa visión. O, como dice el alcalde Ossandón, “le está faltando calle”. Su idea de implementar fotorradares – porque eso es lo que son, por más que trate de darles otro nombre – pretende mejorar el tiempo de viaje de usuarios que están hasta la coronilla con el Transantiago. Se le olvida al Secretario de Estado que hoy día la tecnocracia, los informes técnicos, las cifras duras no cambian percepciones. Eso lo había captado ya su antecesor René Cortázar. La encrucijada, a juicio de éste, era cómo cambiar la percepción de los pasajeros. ¿Y qué hace el Ministro Errázuriz? Obliga a los automovilistas a bancarse un viaje interminable para “incentivarlos” a optar por esos descomunales buses oruga cuyo pasaje sigue subiendo de valor y cuyos contratos se han demorado mucho en ser renegociados.

Si el titular de Transportes tuviera más calle saldría a eso de las 17.00 horas, un día viernes, a Providencia y se daría cuenta de que no existen las vías exclusivas. En los Conquistadores, llegando a la Clínica Indisa, los buses se pasan del lado derecho de la calle al lado izquierdo para tomar La Concepción. En esa misma vía, se vuelven a pasar al lado derecho para dejar y tomar pasajeros. En Providencia, al llegar a Suecia, las máquinas pasan de la vía exclusiva – en una calle reducida en tamaña por los trabajos del Costanera Center – al lado izquierdo, en lo que es un verdadero infierno de vehículos, apretados, atochados, en una vía disiminuida y con un cruce complicado (Los Leones) para tomar el ensanchamiento exclusivo para el transporte público. Pero, además, como están mal sincronizados los semáforos, los autos que vienen por Suecia hacia 11 de Septiembre se encuentran con las micros oruga que doblan y no alcanzan a pasar el semáforo. Por lo mismo, se quedan en la mitad de Providencia cuando a los vehículos que bajan por Providencia les da la luz verde. En suma, el caos total. Y son varios los casos.

El Transantiago, requiere de una cirugía mayor. Es más, el sistema de transportes necesita una reingeniería. Que los autos que quieran pagar por circular tengan autopistas eficientes. Que el permiso de circulación que todos cancelamos “le dé vida al país”. ¿Por qué si se restringe la circulación hay que pagar un derecho que no se ejerce? ¿Por qué hay que cederle la calle a buses que según el ex Ministro Morandé iban a desaparecer? ¿Hasta cuándo nuestros impuestos van a subsidiar el Transantiago mientras éste sigue subiendo su pasaje? ¿Por qué no el gobierno no ha sido más estricto con las empresas de los buses? Todas estas preguntas y varias otras siguen sin respuesta.