No necesitamos aplaudir lo que ocurre a 10 mil kilómetros de aquí por miedo a encontrarnos con nuestros propios fantasmas que no queremos superar. Entender que el éxito ajeno no nos disminuye, sino que puede inspirarnos y sobre todo mejorarnos cuando se trata de competencias.

Concluyó un Mundial Sub-20 especial. La favorita, Argentina —seis veces campeona en la categoría— cayó ante la de Marruecos, que se convirtió por primera vez campeona del mundo.

Lo de Marruecos no es casualidad. Tras su cuarto lugar en Catar 2022 y la medalla de bronce en París 2024, la Federación Marroquí consolidó un modelo que apuesta por la formación y la identidad. En 2019 inauguró su academia nacional en Salé, una inversión de 63 millones de euros orientada a detener la fuga de talentos y fortalecer sus bases. Un ejemplo de planificación, continuidad y pertenencia.

Chile, en tanto, fue eliminado en octavos de final siendo local. Más allá del resultado, el torneo volvió a mostrar un fenómeno que va más allá de la cancha: el apoyo masivo a los rivales de Argentina. No es un clásico deportivo, sino simbólico. Argentina opera como un espejo: el país del fútbol exportador, de los talentos y de la identidad. Frente a eso, Chile suele mirarse desde una comparación lejana y la carencia.

Desde las Copas América de 2015 y 2016, esa comparación se transformó en rivalidad emocional, y hoy muchas veces se expresa como rechazo. No porque Argentina gane, sino porque nos recuerda lo que aún no logramos construir.

Pero el fútbol no siempre fue así. El afiche del Campeonato Hexagonal de Chile 1967 lo demuestra: figuras caricaturizadas de Colo-Colo, Universidad de Chile, Universidad Católica, Peñarol, Santos y Vasas de Hungría aparecen juntas y abrazadas, con naturalidad, sin fronteras simbólicas. La competencia nos hacía mejores.

Esa imagen condensa un espíritu que parece lejano: el del compañerismo deportivo, donde los rivales se reconocían y el juego unía más de lo que separaba. Un fútbol en que se competía con pasión, pero sin rencor.

Si consideramos los últimos 10 años del fútbol Sudamericano, mientras Argentina mantiene un 91% de clasificación a los mundiales en todas las categorías, Chile apenas llega al 27% (el estudio no considera en este porcentaje cuando el país es sede). Pero más que números, lo preocupante es la falta de una mirada sistémica sobre la formación.

En ese sentido, la región presenta a Paraguay quien ha dado un paso adelante con un modelo que merece atención: el CARDIF (Centro de Alto Rendimiento de las Divisiones Formativas), impulsado por la Asociación Paraguaya de Fútbol.

Hace unas semanas, visitamos personalmente las instalaciones y nos encontramos con decisiones reveladoras. El CARDIF no es solo un centro de entrenamiento, sino una política de desarrollo pensada para los clubes y para el fútbol paraguayo, ya que une, en un solo lugar, formación técnica, educación, liderazgo y salud mental, buscando que los jóvenes crezcan como futbolistas y como personas.

Se trata de una inversión de 4 millones de dólares que posee un espacio de más de 5000 m2 construidos, 10 canchas reglamentarias de césped sintético iluminadas, 20 vestuarios, 10 salas médicas, 10 salas de utilería, 5 gimnasios, 10 vestuarios para staff, 10 salas de reuniones, todo a disposición de los jóvenes del futuro (2.000 niños concurren todas las semanas a este verdadero “Parque Deportivo” para ser a sentirse parte de esto).

El proyecto se llevó a cabo con los aportes de la FIFA, la CONMEBOL y con fondos propios de la Asociación Paraguaya de Fútbol. También resulta interesante revelar que cuenta con el respaldo del Comité Olímpico Paraguayo y la Secretaría Nacional de Deportes (el Estado como facilitador no protagonista), un tándem institucional difícil de conseguir para realidades como la nuestra en cuanto a fútbol se trata, y esto porque Paraguay comprendió en su tejido político que la alta competencia internacional se gana primero en los entrenamientos.

Quizás ahí está el punto: dejar de mirar al rival con resentimiento (o incluso desdén) y empezar a observar lo que están haciendo bien. Aquí cerquita hay casos dignos de ser estudiados. No necesitamos aplaudir lo que ocurre a 10 mil kilómetros de aquí por miedo a encontrarnos con nuestros propios fantasmas que no queremos superar. Entender que el éxito ajeno no nos disminuye, sino que puede inspirarnos y sobre todo mejorarnos cuando se trata de competencias.

Porque el fútbol, antes que nada, fue —y debería seguir siendo— un espacio de compañerismo, aprendizaje y encuentro. Y cuando un país logra mirar al otro con esa perspectiva, deja de temerle a las diferencias y empieza realmente a crecer.

Daniel Orsi Peñaloza
Profesor Diplomado Gestión en la Industria del Deporte
Ingeniería Industrial, U. de Chile

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