Chile ha tratado el acceso a medicamentos como un gasto complementario, no como un componente esencial del sistema de salud. Y mientras no se asuma esa realidad, seguiremos administrando la escasez en lugar de planificar el acceso.

Es una pregunta muy común en todos los espacios donde se discuten políticas de salud, y la respuesta es muy clara. La razón es que nuestro sistema de salud no los incorpora de manera estructural dentro de las coberturas, ni públicas ni privadas. En la práctica, los medicamentos siguen siendo tratados como un gasto aparte, y no como lo que realmente son: una parte esencial del tratamiento médico y del derecho a la salud.

Esta exclusión tiene consecuencias profundas. Al no existir una cobertura por defecto, ni FONASA ni las ISAPRES actúan como compradores institucionales o concentradores de demanda, lo que impide aprovechar economías de escala, planificación de largo plazo y volúmenes predecibles que permitan reducir los costos y por ende los precios. El resultado es un sistema fragmentado, donde cada persona debe financiar individualmente su tratamiento, pagando precios más altos y sin acceder a los beneficios de una institucionalidad que planifique y compre con visión de país.

En Chile, el alto gasto en medicamentos refleja dos grandes fallas: un bajo financiamiento público, que deja cerca de dos tercios del gasto en manos de la ciudadanía, y una fragmentación estructural que impide garantizar el acceso incluso a medicamentos que el propio Estado declara que están cubiertos.

El Segundo Estudio de Gasto Público en Medicamentos, elaborado por la Escuela de Gobierno de la Pontificia Universidad Católica y la Cámara de la Innovación Farmacéutica, muestra una tendencia preocupante: el gasto público en medicamentos cayó de 0,51% del PIB en 2023 a 0,46% en 2024, retrocediendo a niveles de hace seis años. En contraste, países como España o Portugal destinan entre 1,6% y 1,7% del PIB a este mismo fin.

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Este descenso no se explica por una menor necesidad sanitaria, sino por problemas de diseño, planificación y fragmentación. A pesar del envejecimiento poblacional, el aumento de enfermedades crónicas y la irrupción de terapias innovadoras, Chile sigue gastando menos y gestionando con las mismas reglas de hace una década.

No sorprende entonces que el gasto de bolsillo en medicamentos alcance el 62% del total. Esa cifra no es la causa del problema, sino su consecuencia: refleja la débil protección financiera del sistema. En los países de la OCDE, el Estado financia entre el 60% y el 80% del gasto farmacéutico; en Chile, apenas un 17%.

Esa brecha se traduce en una paradoja cotidiana. Pacientes que deberían acceder a medicamentos con cobertura pública terminan comprándolos por su cuenta. Beneficiarios de FONASA en modalidad de libre elección que pueden atenderse con un médico privado, pero luego no pueden obtener el tratamiento prescrito porque las recetas privadas no son válidas en el sistema público. Incluso quienes se atienden en hospitales públicos deben recurrir a farmacias privadas por falta de stock o dispensación efectiva.

Detrás de las estadísticas oficiales hay una realidad silenciosa: los medicamentos de alto costo, aquellos que no aparecen en el gasto de bolsillo porque simplemente una familia no puede financiarlos, y si el tratamiento no está incorporado en un programa de financiamiento específico, simplemente no se tiene acceso. Son las terapias que muchas familias deben costear con rifas, bingos o campañas solidarias, o que terminan judicializando para acceder a un derecho que, en teoría, ya está reconocido.

Aunque hemos avanzado y existen programas que buscan responder a esta necesidad —como la Ley Ricarte Soto (LRS), el Programa DAC o algunos medicamentos cubiertos bajo el GES—, pero sus alcances son aún incipientes. Funcionan con fondos acotados (el DAC cuenta con $91 mil millones y la judicialización ya supera los $89 mil millones anuales), procesos lentos y sin capacidad de expansión al ritmo que impone la ciencia y las necesidades reales de la población. Paradójicamente, mientras el país destina cerca de 1% del PIB al pago de licencias médicas, no logra consolidar un fondo estable para financiar terapias que podrían reducir esas mismas licencias y hospitalizaciones.

El problema no es solo presupuestario, sino estructural: Chile no cuenta con un mecanismo que permita incorporar de manera planificada y sostenible los avances terapéuticos, ni con una institucionalidad capaz de anticipar la evolución de la medicina moderna. Así, las terapias llegan tarde, a pocos, y muchas veces por vía judicial.

Chile ha tratado el acceso a medicamentos como un gasto complementario, no como un componente esencial del sistema de salud. Y mientras no se asuma esa realidad, seguiremos administrando la escasez en lugar de planificar el acceso. Lo que el país necesita no es un nuevo programa, sino una política nacional de financiamiento farmacéutico que combine cobertura efectiva, eficiencia y sostenibilidad, con fondos dinámicos que crezcan conforme a la evidencia y a las necesidades sanitarias.

La Ley Ricarte Soto fue un paso importante, pero hoy requiere una transformación profunda: convertirse en un fondo mixto, flexible y planificado, que asegure acceso oportuno y evite que los recursos terminen capturados por la judicialización. Un modelo así permitiría financiar innovación con criterios de valor y resultados en salud, garantizando equidad y eficiencia fiscal. Y esta oportunidad está hoy a la mano en la discusión del PDL que modifica la Ley Ricarte Soto y en la discusión presupuestaria.

Este no es un problema de un gobierno en particular, sino una deuda colectiva del país con su gente. Corregirlo requiere unidad en la acción, visión de Estado y una mirada moderna de la salud como inversión social. Porque cuando el acceso a los tratamientos depende de la suerte o de la capacidad de organizar una rifa, el problema no es económico: es ético.

Mariela Formas
Vicepresidenta de la Cámara de Innovación Farmacéutica

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