Porque lo que está en juego es el tejido social: esa red invisible que nos une. Y me gusta imaginarlo así: una red de nudos que se sostienen entre sí. Cuando uno se desata, los otros no lo dejan caer. Esa red no se reconstruye con miedo ni con odio, sino con algo mucho más frágil y poderoso: con amor.

A seis años del estallido social, vale la pena detenerse y pensar qué fue realmente lo que ocurrió en octubre de 2019. No fue solo una explosión de rabia, ni una suma de actos violentos sin sentido. Fue la manifestación más visible de un malestar que llevaba décadas gestándose en la vida cotidiana de Chile.

El pueblo chileno sabe lo que es la violencia. La ha vivido siempre: en los sueldos injustos, en los hospitales colapsados, en las pensiones que no alcanzan y en las diferencias que se heredan como si fueran un inevitable destino. Esa violencia social y económica —silenciosa, constante— fue acumulando una presión que tarde o temprano tenía que estallar.

Si miramos hacia atrás, las señales estaban ahí: el movimiento estudiantil del 2006, las protestas del 2011, las marchas por No + AFP en 2015, la ola feminista del 2018. Cada una de esas luchas fue un anticipo del estallido, capítulos de una misma historia marcada por la desigualdad y por una creciente distancia entre las instituciones y las personas.

Por eso, cuando nos preguntamos por qué una persona estaría dispuesta a quemar la micro que lo lleva todos los días al trabajo, creo que lo que se expresaba no era solo destrucción: era desesperanza. Era el grito de quienes se sintieron toda la vida fuera de la historia, sin ser escuchados. Esa violencia —la que viene desde abajo— no es la del poder, sino la del cansancio. Y aun cuando debe ser condenada, merece ser comprendida en su raíz.

Otra violencia, más brutal y más difícil de asumir, fue la ejercida por el Estado, a través de carabineros que estuvieron dispuestos a violar los derechos humanos de cientos de personas. Traspasaron la frontera moral que un país democrático nunca debe cruzar. Reconocer estos hechos, hacer justicia y garantizar que no se repitan es una deuda ética y democrática que Chile aún debe saldar.

El estallido fue un momento de esperanza. Durante esas semanas, millones salieron a las calles con la convicción de que Chile podía ser distinto. Si uno pudiera mirar desde lejos, vería un solo color; pero al acercarse, ese color se compone de miles de matices: estudiantes, trabajadoras y trabajadores, mujeres, jubilados, jóvenes que se sienten sin futuro, todos con su propia forma de decir “basta”.

La política, sin embargo, nuevamente no supo estar a la altura. Intentó canalizar esa energía a través de los procesos constituyentes, pero ambos fracasaron. Y ese fracaso no se explica sólo por los contenidos, sino, una vez más, por la distancia entre representantes y representados. En el fondo, la crisis no era sólo institucional, era emocional: una pérdida de confianza en el otro.

Hoy, seis años después, escuchamos a la derecha, que en diversos medios de comunicación, buscan cambiar desesperadamente el relato del estallido. Ignoran antojadizamente esos anhelos, las manifestaciones multitudinarias que existieron en todo el país, la conformación de comunidad y la esperanza de un país que salió a las calles por un cambio profundo. Repiten de manera maliciosa y retorcida que todo fue violencia y saqueo, desconociendo un hecho histórico que convocó a millones en nuestro país.

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Ese intento burdo no habla más que de candidatos y políticos que desconocen la realidad de su propio país, transformándolos en líderes obstinados, torpes e incapaces. Incluso, en un acto de campaña para acaparar votos, la candidata de derecha llaman a una misa “Por la unidad y paz de Chile”, desconociendo de manera aberrante la falta de verdad, justicia y reparación con las víctimas de violaciones de Derechos Humanos, de igual manera como ocurría durante la dictadura en nuestro país.

El desafío hoy no es evitar otro estallido como si fuera una amenaza, ni romantizar el pasado como si fuera un mito, sino repensar la democracia para que vuelva a tener sentido: una democracia donde los representantes sean la voz del pueblo y trabajen en políticas públicas reales para mejorar la vida de las personas.

Estoy convencido de que el verdadero malestar de la gente no fue por el estallido social, sino por la frustración que dejaron los dos procesos constituyentes fallidos. Quienes tenían la tarea de canalizar las demandas ciudadanas no siempre lograron comprender que detrás de cada exigencia había una historia, una familia, una esperanza. La política pierde su sentido cuando se desconecta del pueblo y se convierte, de alguna manera, en un ejercicio de élite, en lugar de ser un acto de responsabilidad colectiva. Solo quienes escuchan y entienden a su pueblo pueden ayudar a construir un futuro verdaderamente justo y digno para todas y todos.

Porque lo que está en juego es el tejido social: esa red invisible que nos une.Y me gusta imaginarlo así: una red de nudos que se sostienen entre sí. Cuando uno se desata, los otros no lo dejan caer. Esa red no se reconstruye con miedo ni con odio, sino con algo mucho más frágil y poderoso: con amor.

Gustavo Gatica Villarroel

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