La idea de un mundo sin Ozzy fue siempre una falacia: porque lo que él nos dio no se acaba.
Soy fan de Ozzy Osbourne desde hace 35 años. No solo por su música, sino por lo que representa: una forma de vivir fuera de los rieles, un espíritu libre que encarnó como nadie ese “Crazy Train” que nos empujó a salir del molde. Para muchas generaciones de jóvenes, de 1970 a 2025, Ozzy no fue solo un artista: fue un faro en medio del caos, una voz peculiar, ligeramente fuera de tono a veces, pero que nos hablaba directo al alma.
Como tantos, lo descubrí con algo de susto. Sus carátulas perturbadoras, su reputación de devorador de murciélagos y palomas, esa imagen entre lo satánico y lo demencial.
Pero detrás del mito estaba el niño travieso, el que siempre saca la lengua en la foto del curso. Y hablando de curso, no era tan fácil —a fines de los 80 o principios de los 90— proclamarse fan de Ozzy en el colegio, sin que tus pares, y a veces los profesores, te miraran como bicho raro. Pero vaya que era un amigo importante, que valía la pena defender: el que empujaba al chico tímido a atreverse a salir de la caja y, de vez en cuando, a arrancarle la cabeza de un mordisco a murciélagos simbólicos.
Pero nada marcó más mi relación con Ozzy que su concierto en Chile en 1995. Tenía 19 años, estudiaba una carrera que me asfixiaba, sin vocación ni rumbo, recién salido de un quiebre que me parecía importante. Me sentía emocionalmente comatoso. Y cuando se anunció su regreso tras su fallido retiro, con una fecha confirmada en Chile, supe que tenía que estar ahí. No importaba cómo.
Rendí un examen adelantado, y tomé un destartalado bus rumbo a Santiago. Hablé con una familia que apenas conocía para que me alojara. Y fui. Llegué temprano al Teatro Caupolicán, con la idea de estar lo más cerca posible del escenario. Era el Monster of Rock II. El ambiente era salvaje. Mosh pits, escupos, golpes, cuerpos cayendo sobre mi cabeza. Aguanté horas apretado contra la reja del escenario, deshidratado, al borde del colapso, pero feliz. Era un buen momento para estar vivo.
Let the madness begin…
Se apagaron las luces, y comenzó a sonar O Fortuna de Carmina Burana. El corazón se me salía del pecho. El rugido de las ocho mil almas del Caupolicán era indescriptible. Entonces apareció Ozzy. Levitando, casi irreal. El teatro entero se volvió una sola garganta, una sola energía. Yo estaba a un metro exacto de la leyenda viviente. Con mi vieja cámara automática de 32 fotos en la mano, intentando capturar cada instante como si con eso pudiera retener el tiempo. Al borde del colapso, gritando desde lo más profundo un “¡OZZY! ¡OZZY!” casi histérico, desgarrado, que me salía del alma, y que era mío, pero también de todos. De pronto, todas esas voces éramos una sola.
La banda era una tormenta perfecta: Deen Castronovo en batería —vertiginoso, empujando a Ozzy al borde del quiebre—, Geezer Butler, su legendario colega de Black Sabbath, en el bajo, Joe Holmes en guitarra. Suicide Solution, I Don’t Know, Flying High Again sonaban con una intensidad imposible. En un punto, Ozzy se sacó la camiseta, se rasguñó el pecho, lanzó cubetazos de agua sobre nosotros. Mama I’m coming home sonó como una confesión colectiva.
Fue el show más feroz que he vivido. No sé si estaba deprimido, pero sí sé que ese concierto me salvó. Me despertó. Fue el remezón que necesitaba. No había droga que igualara esa emoción brutal saliendo del fondo de los huesos.
Salí distinto. Vivo. Consciente.

Han pasado treinta años desde esa tarde de agosto de 1995. Después lo vi otras veces, con Sabbath y en solitario, y muchos conciertos más. Pero esa noche de furia era irrepetible.
Hoy, con su reciente partida, siento algo extraño: no se puede estar triste. Ozzy Osbourne vivió 76 años —casi 77— más allá de cualquier pronóstico, conociendo su alocada vida y sus muchos excesos. Su despedida hace solo veinte días, fue gloriosa. Un tributo como el de Freddie Mercury, pero en vida, recibiendo un reconocimiento total por parte de las más grandes bandas y talentos del género, en una espectacular expresión de gratitud mientras aún podía sentirlo.
En su ciudad natal, Birmingham, en el estadio de su equipo, Aston Villa, cantando sus himnos en solitario y junto a sus hermanos de Black Sabbath, ovacionado por los afortunados asistentes y por millones que siguieron la transmisión en el mundo entero. Sentado en un trono, sin poder levantarse, emocionado hasta las lágrimas. Dio su voz hasta el último estertor. Podía haberse desintegrado ahí mismo, en la apoteosis del reconocimiento global. Pero esperó unos días. La tarea ya estaba cumplida.
La despedida
Ozzy se fue en paz. Sin deudas. Con la certeza de haber cumplido su misión en esta vida. Y lo hizo, sí, sobre los hombros de gigantes: de Tony Iommi, el arquitecto del riff eterno; de Randy Rhoads, ese guitarrista prodigioso que lo inspiró en su renacimiento solista y cuya muerte trágica nos arrebató a un revolucionario de la guitarra. Se sostuvo también en el talento de grandes músicos como Jake E. Lee, Zakk Wylde; en las letras inspiradas de Geezer Butler y Bob Daisley, pero también en un don, un carisma y una intuición únicos, que lo hicieron llegar a lo más alto y mantenerse ahí por décadas, que parecieron siglos.
Hay que decirlo: nada de esto habría sido posible sin la voluntad férrea y a veces terrible de su esposa y manager, Sharon Osbourne, que estuvo con él en las buenas, las malas y las muy malas. Muchas veces despótica, muchas veces intransigente, pero innegablemente eficaz, hizo de Ozzy no solo una figura del rock, sino un ícono global, más allá de la música.
Como tantos fans en el mundo, me siento afortunado de haberlo visto, de haber sentido su magia, de haber gritado su nombre hasta desgarrarme la garganta. Agradecemos cada disco, cada error, cada show en que lo dio todo, incluso cuando no le quedaba nada. Agradecemos su torpeza, su oscuridad, su ternura disfrazada de escándalo. Porque, al final, Ozzy nos enseñó que se puede sobrevivir al infierno con una carcajada, que el alma también puede tener cicatrices y seguir cantando. Y por eso, por todo eso, no hay muerte posible.
La idea de un mundo sin Ozzy Osbourne fue siempre una falacia: porque lo que él nos dio no se acaba. Ozzy no se va. Ozzy se queda. En nosotros, y en los fans que vendrán.
Y mientras la vida siga avanzando, como aquel tren desbocado que nunca se detiene, lo escucharemos de nuevo gritar desde algún rincón del alma:
All aboard! Ha ha ha ha!!!
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