En un mundo donde la impunidad parece ser la moneda corriente para ciertos regímenes, la idea de un Tribunal Internacional Anticorrupción (TIAC) emerge como un faro de esperanza. Nos enfrentamos a un problema global y persistente: la “impunidad de facto” que blinda a las cleptocracias, donde fiscales, jueces y policías a menudo responden a la misma red de intereses que deberían investigar.

La literatura académica ya lo define como un “problema perverso” en la gobernanza global. No es solo su complejidad estructural; es que las soluciones tradicionales —reformas judiciales, agencias anticorrupción o mecanismos de trazabilidad financiera— resultan insuficientes.

La respuesta global es, hasta ahora, parcial y descoordinada. Basta con ver las cifras: entre 2017 y 2022, se publicaron casi 13.000 trabajos científicos sobre el tema, y la percepción ciudadana es alarmante. El Barómetro Global de la Corrupción de 2024 reveló que cerca del 30% de los encuestados en América Latina reportaron haber pagado un soborno para acceder a servicios básicos, y más del 60% creía que su gobierno no estaba haciendo lo suficiente contra este flagelo.

La prensa, por su parte, ha sido pionera en la lucha. Organizaciones como el Consorcio Internacional de Periodistas de Investigación (ICIJ) han destapado redes de ocultamiento de riqueza con filtraciones como los Papeles de Panamá y Papeles de Pandora.

El Proyecto de Reporte sobre el Crimen Organizado y la Corrupción (OCCRP) ha expuesto tramas de lavado de dinero, mientras que Historias Prohibidas (Forbidden Stories) rescata investigaciones silenciadas. En América Latina, el Centro Latinoamericano de Investigación Periodística (CLIP) articula esfuerzos para documentar redes de poder ilícito que capturan recursos públicos.

¿Un modelo inspirado en La Haya?

Frente a esta abrumadora evidencia y la creciente preocupación ciudadana, una solución cobra fuerza: la creación de una Corte Internacional Anticorrupción (CIAC), inspirada en la Corte Penal Internacional (CPI) de La Haya. Esta CIAC tendría la capacidad de investigar y enjuiciar a altos funcionarios cuando los Estados no actúen de buena fe o no cumplan con su deber de investigar, enjuiciar y sancionar actos de gran corrupción.

El principio de complementariedad es clave: el tribunal internacional intervendría solo cuando el Estado sea incapaz o no esté dispuesto a ejercer su jurisdicción penal de forma adecuada. Esto apunta directamente a la “gran corrupción”, aquella que se produce en las altas esferas del gobierno, involucrando abusos de poder político, violaciones sistemáticas de la legalidad, inestabilidad económica y desconfianza en las instituciones. No hablamos de la “pequeña corrupción” que involucra montos menores y se sitúa en la burocracia inferior, sino de los esquemas de enriquecimiento a gran escala que socavan la confianza pública y la estabilidad de las naciones.

El caso Rusia y la urgencia actual

La discusión sobre la viabilidad de un TIAC ha ganado impulso significativo, aunque aún no recibe la cobertura mediática que merece. Recientemente, el 11 de enero, los ministros de Relaciones Exteriores de Países Bajos, Canadá y Ecuador, junto a otros invitados, se reunieron para debatir este tema, una señal clara de que la idea está madurando en la agenda internacional. Chile, incluso, fue invitado a participar en una mesa redonda de alto nivel sobre esta misma materia a fines del año pasado.

Un catalizador importante para este interés internacional es la situación actual en Ucrania. Se ha planteado la necesidad de establecer un tribunal internacional contra la corrupción para procesar al presidente Vladimir Putin por el “saqueo” de las riquezas minerales de Rusia.

Esta perspectiva sugiere que la corrupción en los niveles más altos del gobierno, como la cleptocracia de Putin, puede ir acompañada de represión, violencia e incluso la guerra. La pregunta no es solo por qué Putin invadió Ucrania, sino también si la exposición de su corrupción a gran escala por parte de figuras como Alexéi Navalny influyó en la decisión de desviar la atención hacia el conflicto.

Países como Canadá y Países Bajos están a la vanguardia en la defensa de este tribunal, liderando ofensivas masivas de sanciones contra la Federación Rusa y proponiendo medidas que, hasta hace poco, se consideraban inauditas entre Estados soberanos. Esto demuestra una creciente voluntad de ir más allá de las respuestas tradicionales.

Entonces, la pregunta que nos interpela es: ¿Queremos una comunidad global de derecho donde la justicia sea innegociable, o seguiremos tolerando que la legalidad dependa de la voluntad del más fuerte? La creación de un Tribunal Internacional Anticorrupción podría ser el paso decisivo para que la justicia, finalmente, alcance a quienes hoy gozan de impunidad.