Esta semana será recordada como aquella en que un grupo de políticos noventeros descubrió el poder de las RR.SS.
Se llaman bots a las cuentas manejadas por inteligencia artificial y donde no hay ninguna persona detrás. Sus servicios se contratan para influenciar el debate o promover determinados objetivos, y se manejan generalmente desde países con poca fiscalización.
Elon Musk estuvo a poco de desistir de la compra de X, luego de descubrir, en la revisión de antecedentes, que el porcentaje de bots de la red alcanzaba a un 20% de la red, lo que adulteraba el precio real de la compañía. Después de eso, con la campaña Not a Bot, se ha hecho una fuerte campaña de cacería y eliminación de cuentas falsas, pero es probable que aún oscilen entre el 10 y el 15%.
Pero en Chile, ninguna de las cuentas de la “guerra de los bots” eran bots. Simplemente eran cuentas anónimas. Y en toda sociedad democrática, ello ha sido clave para que muchas personas puedan expresarse con más libertad y sin miedo (a represalias, a perder clientes, a “desperfilarse profesionalmente”). En el fondo, lo que se valora y protege es el contenido, independiente de quien lo firme: el libre flujo de información y opinión.
Supermercado de opiniones: la plaza pública virtual
Se estima que en Chile hay cerca de 3,5 millones de usuarios de X (ex Twitter), aunque no todos son activos. El perfil de los usuarios de esta red es muy distinto al de los usuarios de Instagram o TikTok, y considerablemente más bajo en cuanto a números (entre 12 y 15 millones cada una). Los “tuiteros” son personas opinantes, interesadas en el debate público, atentas a la política. Ergo, ciudadanos más activos y críticos.
En ese grupo, dada la libertad de expresión garantizada por el espacio virtual, la pluralidad está garantizada. Y encontramos, alternativamente, personas que cuestionan y glorifican todo: desde las vacunas hasta el cristianismo; desde Donald Trump hasta Cristina Fernández. Un gran supermercado de opiniones, con fanatismo y lugares comunes, críticas ácidas y también divertidas (dependiendo del gusto), caricaturas y opiniones fundadas, mentiras y verdades.
Un espacio donde todos compiten por captar la atención y persuadir a los habitantes de la gran plaza pública virtual. Lo que alguna antigua y famosa jurisprudencia americana consideró el mayor fundamento de la libertad de expresión: “el libre mercado de las ideas”.
El debate en tiempos de campaña
En todas partes del mundo la política es dura, especialmente en época de campaña. En Chile hemos conocido desde casos de espionaje hasta “carpetazos” y falsas denuncias. En los meses previos a la elección, el debate tiende a ser exagerado, polar e irreflexivo. Toda oportunidad para sobrerreaccionar se utiliza. Todo error del adversario se magnifica. Toda cifra se manipula. No hay análisis, solo defensa de posiciones.
Pero, al final del día, la confianza en la democracia descansa en una virtud de fondo, en una verdad relativa, pero suficiente: confiar en que los electores tenemos la suficiente inteligencia y capacidad discriminativa para distinguir una falsa promesa de una verdadera, una exageración irónica de una mentira. Lo único que necesitamos es que nos dejen mirar el debate y a sus actores, y que nos den libre acceso a la información.
En ningún caso necesitamos ni hemos pedido una “democracia protegida”, con filtros y censuras. Ninguna buena intención la justifica.
Y así son las cosas.
Todos recordamos las miles de veces que a Piñera lo llamaron asesino, ladrón y corrupto. A Boric lo han tildado de flojo, mechero, drogadicto, abusador de mujeres. A la familia Kast se le ha vinculado con el régimen de la Alemania nazi (¡con Hitler!), y al candidato mismo se le acusa de misógino, homofóbico y, en las últimas semanas, de ser el líder de una banda criminal que maneja bots y matones digitales.
A nivel internacional, basta tomar el teléfono para ver las acusaciones a cualquier otro líder mundial. Son las reglas del juego, y todos asumimos que ello es parte de los costos de la democracia, y que cualquier intento de remedio sería peor que la enfermedad. El debate es rudo, pero (salvo Alexandre de Moraes), nadie ha intentado dar legitimidad al intento de encarcelar a los actores del debate por sus dichos.
La guerra de los bots
Dentro de las preguntas de mayor interés en un proceso eleccionario, están las relacionadas a la aptitud de los candidatos para el cargo al que postulan. Y ello, por cierto, pasa por indagar sobre su salud física y mental.
Poner esos temas sobre la mesa es plenamente legítimo, en Chile y en cualquier lugar del mundo. La estabilidad emocional, la capacidad de actuar bajo presión, las patologías de base o el abuso de sustancias son, entre otras, parte de los aspectos que muchos electores consideran relevantes a la hora de elegir.
Y dado que el voto es una decisión subjetiva (un acto personal y libre de confianza en los atributos y méritos del otro), tenemos el derecho a exigir esa información a quien pretende que le entreguemos dicha confianza. ¿Y qué pasa entonces si alguien no quiere verse expuesto al despiadado manoseo propio del debate público? Muy simple: que se mantenga al margen de los procesos de elección popular. Nadie está obligado a ser político. Pero si lo haces, debes aceptar el escrutinio y la crítica pública, a veces injusta.
En la “guerra de los bots” hubo también un grave problema de ignorancia legal. Tengo la suerte de haber enseñado por más de 20 años sobre materias relacionadas con el derecho de la comunicación. Para ahorrarme extenderme en desarrollos jurídicos, solo diré que cualquier alumno que respondiera que “la cuestión de los bots” podía canalizarse por vía de querellas hubiese reprobado el curso.
Felizmente, el anuncio no se concretó. Primaron la cordura y el respeto al derecho, además de algunas consideraciones prácticas y estratégicas (¿qué hubiera pasado si, admitida a tramitación la querella, un fiscal hubiese comenzado a incautar celulares, generando filtraciones en época de campaña, etc.?).
Pero no deja de ser preocupante que, luego del escándalo de la casa de Allende y de la conciencia del daño institucional que han provocado las acusaciones constitucionales sin fundamento, siquiera se haya pensado en la “vía judicial” (que en este caso, recordemos, suponía la intención de encarcelar a los tuiteros responsables).
No todo vale
Al llegar a este punto es muy importante distinguir la legitimidad de denunciar con fuerza toda mala práctica, así como pedir que se suba el nivel de la política y del debate. Incluso el hecho de calificar como “asquerosa” la campaña de otro candidato (con o sin pruebas). Todo eso es parte del debate, y nos permite conocer mejor a cada uno de los actores, en sus aciertos y errores. Y sacar nuestras propias conclusiones.
Pero ello es muy distinto a buscar encarcelar a quien ha manifestado una crítica o postura, aun cuando lo haya hecho en forma grosera e inadecuada. Encarcelar tiene un efecto amedrentador y abre una zona de riesgo que está fuera de todo estándar, nacional e internacional. No entenderlo es no entender las bases de tolerancia en las que se funda la democracia. Y dicho sea de paso, hubiese costado al Estado de Chile una condena inmediata por parte de los tribunales internacionales de DD.HH.
Casi con certeza, las querellas hubiesen quedado en nada, porque no buscaban más que un efecto comunicacional. Los tipos penales invocados suponen situaciones que probablemente nunca se hubiesen podido acreditar. Por mucho que sea justificada la molestia y la rabia ante una acusación injusta, no todo vale. Utilizar las instituciones de la República como herramientas de campaña distorsiona la naturaleza de las mismas e implica gastos de recursos institucionales en la satisfacción de un interés particular. Y eso, se mire desde donde se mire, es inadecuado.
Las acusaciones constitucionales inventadas, las bravatas para remover fiscales y las querellas contra bots pertenecen todas a la misma categoría, y son parte del mismo declive institucional que la mayoría de chilenos queremos detener.
Más allá de sus imperfecciones, han extendido y democratizado las posibilidades de expresarse a miles de personas. Allí donde antes había dos o tres diarios, dos o tres canales de televisión, dos o tres columnistas, hoy hay miles de voces que pueden dar al debate público una amplitud y colorido mucho mayor.
La semana en que Chile cambió, al menos para algunos
Pretender que todos los usuarios de Twitter que opinan de una determinada manera son parte de una coordinación centralizada es no entender la realidad. Apuntar con el dedo a alguien por seguir una cuenta o dar like a una publicación es algo que ni siquiera ha sido tema en regímenes dictatoriales (además, de un tiempo a esta parte los *likes* son ocultos). Ni siquiera en los años 80, cuando bastaba ser apadrinado por el director de un medio relevante para terminar siendo un actor relevante, era posible semejante control.
¿Puede atribuirse el desplome de una candidatura solo a un puñado de cuentas relativamente antiguas, con posiciones conocidas en una serie de materias, incluyendo opciones presidenciales? Obviamente no.
Aunque deja abierta otra pregunta, mucho más interesante: ¿es verdad que algunas cuentas anónimas han adquirido incluso más poder que los medios tradicionales y más fácilmente “controlables”?
Al menos para el futuro, podremos decir que la campaña en su contra ha glorificado a un puñado de cuentas (Destrumpi, Canal del Mati, etc.), las ha hecho más conocidas y les ha atribuido una capacidad operativa y efectividad que ya se hubiese querido el propio Manuel Rodríguez. En el mejor de los casos, esta semana será recordada como aquella en que un grupo de políticos noventeros descubrió el poder de las RR.SS.
La semana en que Chile cambió, al menos para algunos.
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