Colombia volvió al terror de las matanzas en el campo con 33 muertes en los últimos 11 días a manos de grupos financiados por el narcotráfico, tras el alivio que trajo el pacto de paz de 2016 con la exguerrilla FARC, también blanco de la violencia.

Entre el viernes y el sábado, las autoridades reportaron 17 muertos y dos desaparecidos en dos masacres registradas en un país supuestamente semiparalizado por la pandemia.

El informe preliminar era de 11 muertos: cinco en Arauca, en la frontera con Venezuela, y seis en el departamento de Cauca.

Pero este sábado Jhon Rojas, gobernador de Nariño, departamento vecino del Cauca y fronterizo con Ecuador, informó sobre una “nueva masacre” con seis víctimas y dos desaparecidos en el municipio de Tumaco, donde hay gran cantidad de plantaciones de coca.

Los episodios se encadenan más o menos de la misma forma: un grupo armado irrumpe y abre fuego en alejadas zonas o se lleva a sus víctimas para luego abandonar sus cuerpos. La mayoría de los asesinados son jóvenes.

El viernes, en la matanza de El Tambo (Cauca), ultimaron a seis hombres. Los agresores los fotografiaron “cuando se los llevaron para mostrarlos antes de masacrarlos”, dijo el presidente de la comisión de paz del Senado, Roy Barreras.

El senador compartió las imágenes en su red social. “Actúan con sevicia y crueldad que mas allá del crimen envía mensaje de control del territorio”, escribió en Twitter.

De su lado el presidente Iván Duque, en un recorrido por algunas zonas castigadas por estas masacres, lamentó que estos “hechos dolorosos” no hayan “desaparecido”.

“Entre el año 2019 y lo que va corrido del año 2020, podemos estar hablando de 34 hechos de esa naturaleza”, dijo Duque en un discurso en la ciudad de Cali (suroeste).

Posibles autores

En esta espiral de violencia están involucrados, principalmente, grupos que se marginaron del acuerdo de paz con las FARC – la guerrilla que por medio siglo luchó contra el Estado – y bandas del narcotráfico, combustible inagotable de la violencia en Colombia.

También el gobierno apunta hacia el Ejército de Liberación Nacional (ELN), la última fuerza rebelde reconocida en Colombia, aunque sus portavoces han negado cualquier responsabilidad.

A esta arremetida por el control de puntos estratégicos de la producción y tráfico de drogas se suman los asesinatos de 224 exguerrilleros que firmaron la paz, según el ahora partido de izquierda Fuerza Alternativa Revolucionaria del Común (FARC), así como cientos de líderes o activistas de derechos humanos.

Aunque el acuerdo de 2016 redujo sensiblemente la violencia – analistas estiman que por año se han evitado unas 3.000 muertes -, el repunte del narcotráfico y la falta de control efectivo del extenso territorio por parte del Estado han contribuido al regreso a las épocas de terror y plomo.

“Lo que ha sucedido en una semana es algo horripilante. Son cuatro masacres”, dijo a la AFP Camilo González, presidente del Instituto de Estudios para el Desarrollo y la Paz (Indepaz).

En su opinión, las mafias del narcotráfico “están aprovechando la situación de la pandemia y la debilidad de la presencia del Estado en (cuanto a) políticas de protección y sociales en esos territorios”.

Hasta el 17 de agosto Naciones Unidas había documentado 33 masacres en lo corrido del año. Se habla de matanza cuando son asesinadas tres o más personas en el mismo hecho.

La más reciente ola de violencia comenzó el 11 de agosto con la masacre de cinco menores en una zona de cultivos de caña en Cali; siguió con la de ocho jóvenes que departían en una fiesta en Samaniego, Nariño, y el asesinato de tres indígenas Awá en ese mismo departamento.

Además de tener narcocultivos, Nariño y Cauca conectan con la principal ruta para la salida de droga por el océano Pacífico.

A raíz del severo deterioro de la seguridad, el gobierno de Duque está bajo el fuego de la crítica.

“La presencia de Estado es solamente militarizada”, y aun así no se detiene la violencia, comentó el director de Indepaz, al apuntar el retraso o incumplimiento de los compromisos del acuerdo de 2016 que buscaban la “protección de comunidades, de su incorporación a la legalidad y de desarrollo rural”.

Colombia, el mayor proveedor mundial de la cocaína que se consume en Estados Unidos y Europa, arrastra un historial de violencias que en seis décadas deja poco más de nueve millones de víctimas, en su mayoría desplazados, además de muertos y desaparecidos.