Si me permiten entregarles un breve mensaje de Navidad, es que detengamos de una vez el odio.

Para esto es imprescindible que dejemos de generalizar. Ni todos los manifestantes son delincuentes, ni todos los Carabineros son malos (vamos, son 60 mil pacos, hasta estadísticamente es imposible).

El riesgo de generalizar es que nos polariza como sociedad. Nosotros (los buenos) y ellos (los malos). Nos proporciona enemigos. Alguien a quien odiar, a quien dañar y ojalá, a quien destruir. Nos da alguien a quien culpar de todos nuestros males, sean su responsabilidad o no.

Y el mayor problema con el odio -como bien aconsejaba Yoda a Luke en las películas de Star Wars que sí valían la pena- es que se trata del camino fácil. Dialogar es complejo, desgastante, cansador. Dialogar nos obliga a escuchar y comprender al otro, a negociar y transar, pero sobre todo a autoexaminarnos y admitir nuestra propia responsabilidad. Desde luego que es mucho más tentador volcar la mesa y golpearnos el pecho como gorilas mostrando los dientes.

Cuando creamos enemigos, naturalmente nos proponemos vencerlos. Pero derrotar a alguien involucra destruirlo o humillarlo y, si no lo logramos, significa hundirnos en resentimiento. Ninguna vía nos permite seguir adelante como sociedad. La firma del tratado de Versalles sentó de inmediato las bases para la II Guerra Mundial porque imponía la humillación a los vencidos. Agobiada por el rencor y la frustración, fue la receta perfecta para que Alemania cayera en el nazismo. Sólo tras este conflicto, los Aliados aprendieron la lección y ayudaron a Alemania y Japón a reconstruirse.

Martin Luther King no podía estar más en lo cierto: el odio sólo trae odio, y la violencia sólo engendra más violencia. Y sí, tenemos el deber de comprender los orígenes de la violencia para evitar que se desate, pero jamás justificarla.

Reconstruirnos, como sociedad, requerirá de todos. Cuando Aylwin dio su primer discurso como presidente en 1990, desde un repleto Estadio Nacional, arengó:

“Es hermosa y múltiple la tarea que tenemos por delante: restablecer un clima de respeto y de confianza en la convivencia entre los chilenos, cualesquiera que sean sus creencias, ideas, actividades o condición social, sean civiles o militares”.

Aquella última frase generó los abucheos masivos de la multitud. No era para menos tras 17 años de los abusos y violaciones de la Dictadura. Pero Aylwin no se amilanó, y en un capítulo que hasta hoy me eriza la piel, rugió para contradecir a las 50.000 personas que le rodeaban:

“¡Sí señores!, sí compatriotas, civiles o militares: ¡Chile es uno solo! ¡Las culpas de personas no pueden comprometer a todos!”.

Sus palabras resonaron con tanta claridad, que el estadio completo se volcó a aplaudirle: Chile es uno solo.

No lo olvidemos.

Feliz Navidad. A todos.

Christian F. Leal Reyes
Director BioBioChile