El autor, que por estos días reedita “Facsímil”, cuenta desde México cómo ha abrazado el trabajo pedagógico en distintos momentos de su vida y se muestra empático con un oficio que se ha visto desafiado por la pandemia y una sociedad que desprecia el oficio pedagógico: “Alguna vez me preguntaron si estudié literatura porque me fue mal en la PSU”

En 2014, en la era prepandémica e incluso previo a un estallido social que tensó las brechas de educación y oportunidad, el escritor Alejandro Zambra (1975) publicó “Facsímil“, un artefacto que jugaba con el formato del verso y del soporte. Según contaba, la incertidumbre de su generación frente a la Prueba de Aptitud Académica, lo llevó a exorcizar este antiguo rito con la publicación de esta obra que usa la estructura de lo que fue la PAA (después Prueba de Selección Universitaria y hoy Prueba de Transición) y que plantea alternativas que van conformando la narrativa.

Entre preguntas y respuestas, la reedición de este texto de Zambra retoma, con el enfoque pandémico y de crisis, ese cuestionamiento a una educación de mercado, respuestas binarias ante definiciones fundamentales de los jóvenes sin dejar de lado la experiencia lúdica que remite a tiempos en que se podía entender la educación universitaria como “un mundo sin wikipedia”, señala.

Sobre esa “sensación ambiente” de entrar a la universidad, recuerda, los debates académicos en 1994 eran los mismos de hoy, pero recién empezaban a dialogar fuera de los campus.

En mis primeros años de universidad ya era visible la lucha social feminista, existían discusiones académicas medias sectarias y precarias sobre los pueblos originarios, se estudiaba la poesía mapuche hace muchos años. Era imposible no haberlo visto, era precario, pero existía. Era un mundo que existía no solo como sensación, sino como realidad”, dice Zambra a quienes aseguran que no vieron venir estas revoluciones.

Estudiar literatura en la universidad tenía algo de rebeldía, agrega, sobre entrar a una carrera que no suele contar con el apoyo de los padres.

“Como había pocas universidades donde estudiar literatura, exigía mucha pasión seguir este camino, pero también mucho trabajo no perder esa pasión. Siempre fue muy evidente esa tajante separación entre personas que leen y las personas que escriben, entonces se estudiaba literatura para ser un académico que produce investigación. Algo que no me parece en absoluto mal, pero se insistía mucho en que estábamos ante “la ciencia de la literatura” y eso era algo muy intimidante“, declara Zambra.

Este modelo conferencista y de verdades reveladas donde no había espacios para hacer preguntas fue también el tipo de referentes que hoy, como profesor en México, Zambra prefirió evitar. Hoy enseña a sus estudiantes a escribir cuentos en forma de décimas, reconociendo lo difícil que es este estilo que, al menos a los chilenos, les ha entrado por el oído. El autor de “Poeta chileno” recuerda a su abuela, quien a pesar de no estar tan vinculada a la literatura, le inculcó el interés en el lenguaje y los libros.

“Ella escribía, cantaba y era un personaje muy intenso. Estaba obsesionada con que todos sus nietos escribiéramos y tuviéramos diarios de vida y ese tipo de cosas, en general era una persona muy divertida. Creo que allí está mi vínculo con la escritura, el lenguaje, las historias y la poesía, ya que ella era una gran contadora de historias”, señala Zambra durante el conversatorio “Estudiar literatura hoy” que realizó ante estudiantes de esta carrera en la Universidad Academia de Humanismo Cristiano.

Poeta chileno, Alejandro Zambra, Editorial Anagrama (c)

Una deuda histórica

Ante un gen pedagógico marca un interés gregario en la literatura que, asegura, se ejerce en grupos, pero se lee en soledad: “Compartir ese conocimiento es un aprendizaje bacán, sobre todo en estos tiempos de pandemia y confinamiento en que estamos todos reflexionando sobre el espacio y el tiempo. Eso es algo maravilloso, pienso, pero el problema es que estamos obligados a hacerlo”.

Alejandro Zambra se pone en el lugar del profesor telemático y lamenta que ellos se lleven la peor parte de este periodo que otros pueden dedicar a la introspección y la vida contemplativa, incluso.

Imagino lo cansados que están un año después de hacer clases a distancia, frente a tanta cámara, tanto dispositivo de control. Este es un momento en el que deberíamos ser especialmente solidarios con ellos. No quiero dramatizar, pero hay que valorar que un buen profesor es alguien que siempre ha estado dispuesto a cambiar de método, una y otra vez, porque lo que funciona con un curso o grupo no funciona con otro, o simplemente porque las circunstancias cambian. Uno mismo cambia. El principal esfuerzo de un profesor o profesora es poder romper un cerco autoritario y pensar cómo es estar del otro lado de la clase: pasar de profesor a adolescente, ser empático con jóvenes que iban a empezar los años más importantes de su vida en la universidad y que han tenido que hacerlo sin sus compañeros”.

Este es un contexto casi ridículo de abuso histórico hacia el trabajo docente, cree Zambra.

Ante este tipo de humillación es muy fácil terminar convirtiéndote en ese profesor que odiabas cuando chico porque sigue siendo un trabajo mal pagado, super exigente, que te lleva a repetir una fórmula que le exige al educador esforzarse por un grado para que la sociedad se cague en los profesores. Yo di clases de redacción en colegios para ovejas negras de familias adineradas y algún chico me dijo una vez “¿usted cree que yo quiero ser profesor?”. También haciendo clases en preuniversitarios otra vez me preguntaron si estudié literatura porque me fue mal en la PSU. Ese nivel de insolencia implica un profundo desprecio que les ha sido enseñado a las personas desde niños“.

Por Carlos Salazar