Mientras la mujer en la pantalla comienza con el recuento lento de las muertes en los centros de atención del Servicio Nacional de Menores, es imposible no horrorizarse. 243 niños, niñas y adolescentes que estaban bajo la tutela –al cuidado- del Estado, murieron en los últimos once años, según cifras oficiales.

Al reconocer estas muertes frente a las cámaras, se vuelven como por arte de magia en muertes lamentables. Las vidas de esos cientos de niños y niñas se vuelven valiosas. Entonces la pregunta es ¿cómo fue posible que esas vidas no valieran la pena antes? Si tantos y tantas venían denunciando -hace años, mucho más que once- las graves situaciones de violencia a las que eran sometidos niños y niñas en los centros residenciales ¿por qué no fue posible oír esa queja? ¿Qué impidió que se tomaran medidas para detener esas situaciones? El juicio sobre esto será largo.

Hace unos meses atrás, a propósito de una muerte ampliamente cubierta por los medios, la sociedad chilena pareció despertar del letargo y se sobrecogió al constatar la invisibilidad de estos niños y niñas. El testimonio de una muerte absurda ocurrida al amparo del Estado, resultado de una cadena de malas decisiones y negligencias, abrió los ojos de una sociedad que se había mantenido ignorante. Ese despertar se transformó en demanda ciudadana y esa demanda terminó en el reconocimiento del número oficial de muertes ocurridas al interior de los centros del Servicio ayer por la noche. Ahí donde el silencio y la impunidad eran la norma, apareció por vez primera el reconocimiento.

El horror que nos ocasiona oír estos números no puede evadirnos de la pregunta por las consecuencias que esta develación tendrá. Por lo pronto, terminar con la impunidad, adjudicar responsabilidades, pero quizás lo más importante, dar garantías de que nunca más volverá a ocurrir una tragedia de tales dimensiones.

La profunda crisis del sistema de protección a la infancia, deja ver la ineficiencia de las intervenciones estatales en esta materia. Intervenciones que están marcadas por omisiones, negligencias y malos tratos dirigidos a los niños y niñas, así como por condiciones precarias de infraestructura y situaciones laborales extremas para quienes trabajan en el Servicio Nacional de Menores.

Ante este diagnóstico, se ha venido construyendo un consenso social en torno a la necesidad de contar un sistema legislativo y administrativo, para todos los niños y niñas de nuestro país, que pueda hacerse cargo de la garantía, promoción y protección de sus derechos. Parte de la solución a esta situación que se arrastra por décadas, pasa porque la sociedad en general y la clase política, en particular, no sólo se impacten con la gravedad de la situación presente, sino que asuman la responsabilidad ética y política de transformarla.

Nuestra sociedad debe reflexionar, a través de un diálogo inclusivo, acerca de la garantía de los derechos humanos de niños y niñas en nuestro país, y por añadidura acerca del carácter de las intervenciones estatales ante la vulneración de los mismos. Para esto, no es posible apelar sólo a criterios a priori, propios de lo tecnocrático, sino que la solución exige un diálogo inclusivo en el que se explicite, por fin, una afirmación del valor que tiene la vida de todos los niños y niñas en nuestro país.

Pamela Soto Vergara
Investigadora Nodo XXI

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