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Resumen generado con una herramienta de Inteligencia Artificial desarrollada por BioBioChile y revisado por el autor de este artículo.

La competencia es inherente a los humanos y animales, pero en los primeros se mezcla con cultura y símbolos. Abarca destaca que la competencia moderna busca ser sana pero se torna en "ferocidad competitiva", rompiendo equidad y justicia. Huizinga asocia la competencia con un juego donde solo algunos ganan temporalmente. En época electoral, los políticos usan estrategias para captar votantes enfocándose en seguridad, corrupción, salud, economía, entre otros. La crisis se aprovecha para reposicionar liderazgos y culpar al rival, con actos territoriales, redes sociales y comunicación política como armas principales.

En los últimos meses hemos visto una competencia política especialmente intensa. El poder no es divisible y esto despierta conductas clásicas: resaltar debilidades ajenas, esconder sus logros, difundir rumores, atacar directamente, sembrar dudas o cuestionar moralidades y capacidades.

En la búsqueda de casi todos los bienes pragmáticos, las personas compiten. Lo hacen por éxito económico, político y social porque la competitividad está incrustada en nuestra especie. Algunos alcanzan esos logros, otros no, y todos deben medirse entre sí para intentar llegar lo más arriba posible (Abarca, 2003).

Ahora bien, es útil aclarar que no somos los únicos en este hábito: los animales también compiten, aunque movidos principalmente por instintos biológicos ligados a la supervivencia, la reproducción, el territorio y el acceso a alimentación.

Los humanos, en cambio, sumamos cultura, símbolos, lenguaje, estatus y juego político, lo que hace que nuestra competencia sea menos zoológica y más creativa. Competimos no solo por lo necesario, sino también por lo imaginable, lo narrable, lo simbólico y lo comunicable.

Competimos siempre. Este impulso se refleja en lo que hacemos, en cómo nos comportamos y en las tecnologías que desarrollamos, especialmente en aquellas que sirven para dominar o defenderse de la dominación.

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Esta conducta es exclusivamente humana y se relaciona con la necesidad de superar al prójimo, seducir más y acumular poder. Aprendemos este juego desde que damos los primeros pasos: repartir juguetes es opcional, competir por ellos es obligatorio.

Vivimos en culturas particulares y a la vez generales y globales, pero la competencia es parte de todas y moldea mentalidades.

En economía se habla de competencia leal y desleal, y las leyes crean las “reglas del juego”. La publicidad y el marketing llevan esta lógica al extremo: el competidor es el enemigo y el cliente, el territorio por conquistar (Ries y Trout, 1989). Eso sí, siempre con el riesgo de caer en la temida “publicidad engañosa”, que en estas fechas electorales parece estar más de moda que la propia franja.

La competencia está en el trabajo, el deporte, la educación, la ciencia, la política y hasta en la casa. Es bien vista mientras no se rompan las reglas. El problema es que romperlas, justo tiempos de campaña, parece una tentación demasiado sabrosa.

Abarca (2003) señala que la competitividad moderna pretende ser sana, casi una ley natural que impulsa el desarrollo, pero en la práctica se transforma en una patología: la “ferocidad competitiva”, que surge de carencias morales. En ella se vulneran principios de equidad y justicia, ya sea por los medios usados para alcanzar el éxito o, peor, para impedir que otros lo logren, porque el éxito, como el cepillo de dientes, “no se comparte”.

Competencia también significa juego. El juego es una acción libre enmarcada en límites de tiempo y espacio, con reglas que todos aceptan. Dentro de esa lógica, la competencia es un tipo de juego donde solo algunos ganan (Huizinga, 1954). El vencedor disfruta una sensación de superioridad, pero solo por un rato, porque el ser humano es permanentemente carencial. Siempre aparece una carencia nueva que volverá a activar su necesidad de competir.

La realidad es que los juegos, igual que la política en época electoral, son imitaciones simbólicas de la vida social y enseñan modelos culturales profundamente arraigados.

Los juegos son sistemas de signos y quien juega se transforma en signo. En publicidad esto se aprovecha mediante la estrategia creativa: juegos de palabras, de imágenes, metáforas, hipérboles, litotes, sinécdoques y todo el arsenal de la retórica connotativa. Este enfoque lúdico llega de manera amable al destinatario, que agradece cualquier cosa que no sea un spot político gritando “¡crisis!”, cada cinco segundos.

En los últimos meses, hemos visto una competencia política especialmente intensa. El poder no es divisible y esto despierta conductas clásicas: resaltar debilidades ajenas, esconder sus logros, difundir rumores, atacar directamente, sembrar dudas o cuestionar moralidades y capacidades.

Para captar votantes, cada actor construye un relato sobre seguridad con énfasis en el crimen organizado, control migratorio, corrupción, salud o economía, apropiándose de causas sociales y presentándose como la personificación del “cambio”, “la mano dura”, “la gestión técnica”, “la experiencia”, “la sensibilidad social”, “el patriotismo”, “la integridad”, etc. Tanto del sujeto individual como a la coalición que representa. Hay opciones para todos los gustos.

La crisis, como siempre, se usa como oportunidad. Sirve para justificar cambios, reposicionar liderazgos y responsabilizar al rival, especialmente si pertenece a la coalición que gobierna. Todo esto ocurre en un ecosistema de actos territoriales, gestos simbólicos, redes sociales, bots vilipendiados y filtraciones menospreciadas que mantienen vivo el espectáculo. En este escenario, la comunicación política no es solo un recurso, es el arma principal.

La competencia, en definitiva, es parte de la naturaleza humana, y la cultura la estimula porque permite el desarrollo de países, organizaciones y personas. La rechazamos cuando se rompen las reglas del juego y se vulneran principios de equidad y justicia. La competencia es una forma de juego y este es imprescindible para el ser humano por su significado, su valor expresivo y las conexiones sociales que produce.

Competimos porque somos seres en permanente búsqueda de satisfacción y porque, en tiempos electorales, todo parece transformarse en un tablero estratégico donde la comunicación verbal y no verbal, junto con la tecnología y la diversidad de medios disponibles, se vuelve decisiva para cumplir el fin: persuadir, diferenciarse y abrirse paso entre mensajes que compiten con la misma intensidad que los propios candidatos y partidos políticos.

Referencias

Abarca, C. (2003). El enigma de la felicidad. Ediciones Mar del Plata.
Huizinga, J. (1954). Homo Ludens. Ediciones Emecé.
Ries, A., & Trout, J. (1989). La revolución del marketing. McGraw-Hill.

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