A propósito de los procesos eleccionarios que sucesivamente vivimos como sociedad democrática, observamos como quienes aspiran a cargos de elección popular despliegan un amplio abanico de talentos y estrategias comunicacionales con la finalidad de no solo de atraer a nuevos votantes -aquellas personas indecisas, indiferentes o desinformadas- para que compartan sus propuestas, sino que también para reforzar y movilizar a su propio electorado.

Esto apelando a recursos de la comunicación persuasiva que en no pocos casos carecen de la creatividad necesaria para estimular con eficacia la decisión del elector, proyectar una imagen sólida o fortalecer el posicionamiento diferenciador y clave buscado por las candidaturas.

Pero, al final de cuentas no resulta extraño escuchar que “nadie perdió” y que todos de alguna manera, han resultado ganadores o ganadoras.

Este comportamiento más que reflejar la realidad electoral, revela un fenómeno comunicacional caracterizado por el manejo simbólico del fracaso, una estrategia descrita hace décadas por el politólogo Lasswell (1995), tendiente a minimizar los costos políticos, proteger la imagen pública individual y colectiva a través de la elaboración de mensajes con los cuales se busca modelar las opiniones de las audiencias a través de la reinterpretación.

En efecto, sí lo plantea el semiólogo Charaudeau (2005) en el discurso político moderno, donde es importante lo que se comunica, pero tanto o más importante lo es cómo las audiencias interpretan y reinterpretan los mensajes y son ellas —las audiencias— las que, en definitiva, reelaboran los mensajes.

Una explicación de este fenómeno comunicacional no es fortuita porque se trata de una respuesta del comportamiento humano frente al fracaso. Uno de los mayores temores en las personas es precisamente el miedo al fracaso.

Fracasar en el amor, en el trabajo, en la familia, en los estudios, en el deporte, en la política y otras actividades, especialmente cuando esas acciones han implicado grandes esfuerzos, decisión y riesgos, pueden llevar a la desmoralización, amargura, depresión, desvalorización, descrédito social, abandono, incluso a determinaciones tan radicales como el suicidio.

El miedo al fracaso afecta directamente la percepción de valía personal, la autoimagen y la imagen pública de quien lo experimenta, relación triádica que sostiene la identidad en nuestra sociedad contemporánea.

El temor tiene raíces profundas en la condición humana. Como explica Abarca (2003) en El enigma de la felicidad, todo lo que las personas piensan, sienten y hacen está impulsado por una energía que —consciente o inconscientemente— busca la felicidad. Pero este deseo exclusivamente humano está marcado por un flujo continuo de carencias.

Al satisfacer una necesidad, aparece otra, en un ciclo interminable de insatisfacción que nos define como seres esencialmente carentes. Nadie escapa a este dinamismo porque no existe ser humano al que no le falte algo.

Así, las decisiones humanas, en las que se incluyen las comunicacionales y políticas, responden a la necesidad de reducir esa sensación de carencia. El comportamiento individual está condicionado por múltiples estímulos, que nos llevan a decisiones cargadas de significados y emociones que muchas veces colisionan con nuestros principios personales o con las normas sociales.

Según lo planteado por Abarca (2003), las personas asignamos significados a las experiencias desde modelos mentales que operan en distintos niveles de conciencia. Así, algo puede resultar satisfactorio en el plano consciente, mientras genera malestar o angustia en niveles inconscientes.

Estos modelos son construcciones personales que se enraízan tanto en la identidad de la persona como sociales, derivadas de un paradigma cultural compartido, el cual, según Bateson (citado en Abarca, 2003), actúa como una codificación profunda que modela desde las prácticas comunicativas, nuestras interpretaciones, elecciones y reacciones a casi todos los individuos que la componen.

Dado que las personas actuamos impulsadas por carencias, podemos llegar al extremo de abandonar nuestra propia lógica, principios, valores y códigos éticos con la finalidad de responder voluntaria o involuntariamente, a un estímulo que promete satisfacer un deseo, aunque esté en contradicción a un código social de conducta ampliamente deseado.

Desde la perspectiva de la comunicación pública, este fenómeno se expresa nítidamente en la forma en que los actores políticos gestionan la narrativa del fracaso. Se lo niega, se lo minimiza o se lo transforma en éxito para evitar el juicio y rechazo social.

Esta respuesta no solo busca proteger la imagen personal o del grupo de pertenencia, sino también preservar la motivación interna de los involucrados, evitando la frustración que podría afectar futuras acciones porque a través de la comunicación se generan poderosos dispositivos para orientar, capturar, definir, modelar o controlar el comportamiento y la opinión de las personas.

En política, el temor al fracaso aumenta porque la imagen pública se vuelve tan importante como las convicciones.

En definitiva, el temor al fracaso no solo condiciona el comportamiento humano, sino que también impacta en cómo lo comunicamos. En una sociedad que sobrevalora el éxito y castiga el error, fracasar se transforma en una amenaza para la persona y para quienes representa.

Por eso, muchas veces se le “baja el perfil”, maquillándolo, justificándolo o simplemente negándolo. Pero, el fracaso no es nuestro enemigo; el verdadero enemigo es no reconocerlo.

Independientemente de cómo se lo mencione, el fracaso, innegablemente, forma parte del camino inacabable en la búsqueda de la felicidad. Y en esa búsqueda -paradójicamente huidiza- es cuando dejamos de manifiesto la precariedad de nuestras decisiones.

Es posible que la felicidad no esté en ganar siempre, sino en saber perder sin negarse a uno mismo.

En una sociedad que pretende la honestidad y la transparencia comunicacional, tal vez el hecho de reconocer nuestras carencias sea un acto de valentía y más necesario. Mucho más que insistir en la ficción del triunfo permanente.

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