Bajo la apariencia de pluralismo y diversidad, opera una lógica profundamente sectaria: la cultura se ha convertido en territorio capturado por una elite intelectual que no busca diálogo, sino adhesión. Nada nuevo, como si fuésemos incapaces de abrazar la evolución intelectual y recoger las lecciones que nos entrega la historia.
En la eterna búsqueda del valor e integridad estética de las creaciones literarias, algunos autores han debatido acerca de la relación de éstas con el compromiso político, si acaso son compatibles o se trata de cuestiones que debiesen transitar por mundos distintos, fundamentalmente para no comprometer la libertad del autor.
Hace algunos años, en una tendencia que en Chile ha permanecido casi intacta, ser escritor significaba abrazar ideas de izquierda. Recordemos lo que ocurría en la década de mil novecientos cuarenta, época en que los creadores se aferraban al sueño soviético, a pesar de la hambruna que afectaba a Ucrania, las farsas judiciales y el pacto germano-soviético. Para George Orwell, que por aquellos tiempos se hacía estas mismas preguntas en el ensayo En el vientre de la ballena, ese tipo de compromiso político era un espacio sobrecalentado y sofocante donde imperaba la mentira.
En Chile, el mundo del arte y la cultura ha devenido en una pequeña república ideológica, con sus propios tribunales morales, sus guardianes de la virtud y sus mecanismos de exclusión.
Bajo la apariencia de pluralismo y diversidad, opera una lógica profundamente sectaria: la cultura se ha convertido en territorio capturado por una elite intelectual que no busca diálogo, sino adhesión. Nada nuevo, como si fuésemos incapaces de abrazar la evolución intelectual y recoger las lecciones que nos entrega la historia.
Regresemos sobre Orwell, un activo combatiente del fascismo que se impuso en España, allá por la década de 1930, quien cayó en el pesimismo y la desilusión al haber sido testigo en su propio bando de la crueldad y el cinismo de los estanilistas.
Así lo grafica Ian Mcewan en su notable ensayo El espacio de la imaginación, en que expone una particular referencia de la obra de Orwell y la contrasta con el pensamiento de Albert Camus, otra de las grandes figuras de las letras, ambos antiestanilistas, antitotalitarios, antirrusos, que instalaron su narrativa fuera de la corriente general de la ortodoxia de la izquierda.
No puede descartarse, como tampoco admite censura- en ningún caso-, que la afinidad política y el compromiso literario de muchos escritores tenga su germen en las necesidades cotidianas del artista o en su propia historia de privaciones o miserias. La pérdida de una subvención o la adjudicación de fondos concursables puede comprometer su lealtad y/o reafirmar su postura. A menos que la identificación se sumerja en una soterrada e infantil guerra de ideas en que prevalezca la imagen por sobre el pensamiento, bajo el subjetivismo simplón de considerarse “mejores” por obra y gracia del Espíritu Santo.
Esta lógica no es nueva, pero ha mutado con habilidad. El viejo marxismo de barricada se reconvirtió en un progresismo identitario que ya no habla de clases, sino de narrativas, cuerpos, disidencias y traumas. Lo problemático no es la emergencia de nuevas voces- eso es deseable- sino la cancelación sistemática de las que no encajan en el patrón. El arte ya no se mide por su potencia estética o su audacia formal, sino por su grado de corrección política. La disidencia ya no es la del pensamiento, sino la del victimismo autorizado.
El destacado escritor y ensayista McEwan sostiene que Albert Camus, en su ensayo El artista y su tiempo, es especialmente brillante cuando habla del deseo del escritor de decir las cosas en voz alta y del modo en que la conciencia política puede poner en peligro o causar daño estético a una novela. Al respecto, agrega que Orwell también valoraba lo que Camus denominaba “libertad divina”, que puede perderse frente a la “obligación constante”.
En su ensayo, leído como conferencia en Suecia en 1957, el argelino sostiene que: “Los tiranos saben que hay en toda obra de arte una fuerza emancipadora; toda obra hace que el rostro humano sea más admirable y rico”. Porque el verdadero arte incomoda, cuestiona, rompe la armonía superficial. No domestica la mirada: la sacude. No repite eslóganes: los desarma. En Chile, sin embargo, buena parte del arte contemporáneo se ha vuelto predecible, funcional, obediente. Milita con entusiasmo, pero crea con desgano.
Es quizá Henry James, el genio creador de ficciones como Retrato de una dama y Otra vuelta de tuerca, quien según McEwan podría reunir a Camus y Orwell bajo el concepto de libertad divina que desarrolla en su ensayo El arte de la ficción, especialmente cuando recomienda a los artistas captar el color de la vida misma. Para que el arte que pretende reproducir la vida de manera tan inmediata goce de buena salud, debe exigir ser totalmente libre, agrega el norteamericano.
McEwan razona en la misma línea, la urgencia moral o política puede estrangular la vida de una novela, dice. Aunque admite que la libertad de expresión se está convirtiendo en un privilegio cada vez más reducido, tanto como la abolición de la soledad, como ya lo denunciara Orwell en su novela 1984, en la que describe un mundo en que es ilegal apagar la televisión. Quizá valga preguntarse si hoy no ocurre lo mismo con las redes sociales y todo el desarrollo del internet.
Más allá de la policía del pensamiento, de las energías que se concentran en el efímero y tedioso panfleto y el aburrido mitin, como escribe Auden en su poema España, en un lugar lejano, donde la imaginación es libre, siempre habrá espacio para lo que James denominó “la vida sentida”, una inmersión en los vulgares asuntos cotidianos, para acariciar los detalles y dar a lo mundano la belleza que le corresponde.
Si el arte no recupera su vocación de libertad, si la cultura no se abre al pluralismo real, si los espacios de creación siguen ocupados por castas ideológicas más preocupadas de custodiar el relato que de explorar la verdad, entonces habremos convertido la cultura en una nueva forma de poder: hermética, dogmática y profundamente conservadora. El verdadero progresismo no teme al debate: lo promueve. El verdadero arte no vive de subvenciones ni de corrección ideológica: vive de riesgo, de inteligencia, de coraje. Lo demás es propaganda con estética.
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