Eso nos obliga a estar a la altura. Y estar a la altura significa asumir el deber político de defender lo que hemos conquistado, avanzar donde falte, y evitar que otros escriban el futuro por nosotros.

El 25 de junio de 1975, hace ya cincuenta años, fueron detenidos Carlos Lorca y Carolina Wiff, en el marco de la ofensiva de la dictadura y la DINA contra la Dirección Clandestina del Partido Socialista de Chile. Junto a ellos, también fueron desaparecidos Exequiel Ponce y Ricardo Lagos Salinas, entre otras y otros jóvenes cuya entrega marcó uno de los capítulos más dolorosos —y también más heroicos— de nuestra historia política.

No fueron solo detenidos: fueron borrados del mapa institucional y físico por el terrorismo de Estado. Pero tampoco pudieron borrar lo que sembraron. Allí donde persiguieron, torturaron, asesinaron y desaparecieron, nació una ética política que, medio siglo después, sigue vigente en cada espacio donde seguimos construyendo organización y futuro.

La Dirección Clandestina no operaba desde los privilegios. Lo hacía desde abajo, con el pueblo y desde el riesgo permanente. No buscaban cargos; organizaban, protegían, articulaban. Eran parte orgánica del pueblo chileno. En ellos y ellas, la convicción moral y la práctica política se conjugaron como principio fundamental.

Este fin de semana, al conmemorar los 90 años de la Juventud Socialista en el Aula Magna de la USACH, más de cien jóvenes juraron integrarse a las filas del socialismo chileno. Fue un acto profundo, sencillo y contundente: la memoria no es solo recordatorio, es continuidad. No es un rito; es una tarea permanente.

Porque no se puede hablar de Lorca, Wiff, Ponce, Peña o Lagos sin mirar lo que estamos viviendo hoy. Y lo que vivimos hoy exige claridad.

Estamos ad portas de una segunda vuelta presidencial en un escenario donde no están en juego solo dos candidaturas, sino la estabilidad democrática y la posibilidad de seguir defendiendo los derechos conquistados. Para quienes militamos en el socialismo, la neutralidad no es opción. La historia que honramos tampoco lo permitiría.

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La derecha ya dejó claro su programa: retrocesos sociales, restauración autoritaria, precarización laboral y desmantelamiento de políticas públicas. Frente a eso, el deber socialista es nítido: salir a la calle, militar la campaña, conversar con la gente, disputar sentido común y defender la única alternativa que no pone en riesgo la democracia ni los avances conquistados.

El progresismo enfrenta una disyuntiva. O se reposiciona como una fuerza capaz de ofrecer conducción y horizonte, o deja el camino abierto para proyectos que niegan la historia, relativizan violaciones a los derechos humanos y naturalizan el odio como método de acción política.

La responsabilidad hoy no es abstracta: es concreta, territorial y urgente. Los socialistas no podemos hacer política desde la distancia. No ahora. No en este momento del país.

Tenemos 90 años de una Juventud que se formó luchando, organizando, resistiendo y proponiendo. Tenemos la memoria de una Dirección Clandestina que sostuvo al Partido Socialista en las horas más oscuras. Y tenemos, hoy, una nueva generación que acaba de jurar con la misma convicción de aquellos que construyeron en la sombra.

Eso nos obliga a estar a la altura. Y estar a la altura significa asumir el deber político de defender lo que hemos conquistado, avanzar donde falte, y evitar que otros escriban el futuro por nosotros.

A 50 años de su desaparición, que la memoria de quienes dieron la vida por la democracia y la justicia social sea, nuevamente, el punto de partida para levantar el país que soñamos.