Si no se repara, vendrán nuevas desgracias.

El asesinato de Charlie Kirk, ocurrido mientras debatía en la Universidad de Utah Valley, no es solo un crimen: es el síntoma de una época marcada por la descomposición cultural. La tragedia, transmitida y viralizada en minutos, se transformó en espectáculo político y digital, donde la muerte se usa como insumo ideológico. Lo medular —una vida eliminada— se diluye en la pugna por banderas.

La teoría de la ventana rota, formulada en 1982 por James Q. Wilson y George L. Kelling, ofrece un marco para comprender este fenómeno. Pequeños signos de desorden (una ventana rota, grafitis en una pared, un farol quemado) anuncian abandono y generan un efecto contagioso: lo mínimo se multiplica hasta habilitar grandes estragos. En el espacio digital amenazas y falsedades no corregidas funcionan como ventanas rotas que normalizan el desorden moral y abren paso a la violencia física. Lo que empieza como insulto anónimo puede escalar en empujones, puñaladas y disparos.

Tres fuerzas sostienen esta dinámica. Primero, la desensibilización: la anestesia emocional que provocan los contenidos violentos, donde nada conmueve y casi nada indigna. Segundo, la complicidad: silencios que alimentan el problema, ya sea por miedo a ser etiquetados o por indiferencia. Y finalmente, los algoritmos: que convierten la ira en negocio al amplificar el odio como fuente de engagement. No es neutralidad tecnológica: es complicidad empresarial que aprovecha la radicalización.

El problema trasciende ideologías

No importa si la víctima es conservadora o progresista; lo que amenaza es la lógica de la barbarie, que reduce al adversario a elemento eliminable. La bala física es también la concreción de una violencia simbólica que se ha incubado por años en redes, medios y discursos.

La pregunta es inevitable: ¿cuántas ventanas hemos dejado rotas? Insultos celebrados en hilos de X, la aniquilación moral convertida en espectáculo, la burla como entretenimiento. Pero la cultura del odio no es un río unidireccional: es un espejo. Quien aplaude la caída del otro terminará viéndose reflejado en el mismo abismo.

El remedio no se encuentra en leyes espectaculares ni discursos solemnes, sino en una restauración cultural. Reaprender el respeto por la palabra, devolver centralidad al debate y al disenso civilizado, exigir responsabilidad ética a plataformas y líderes. La moderación actuando como un dique contra la propagación incendiaria del ánimo.

La ventana rota sigue abierta

Si no se repara, vendrán nuevas desgracias. La violencia verbal prepara el terreno para la violencia física: así de simple, así de peligroso. Si la democracia y la vida humana importan más que las etiquetas, la tarea es urgente: volver a debatir con responsabilidad y escuchar con humildad.

La convivencia democrática no es un combate a muerte, sino un ejercicio constante de cuidado. De lo contrario, la próxima vez que presenciemos un asesinato viralizado, la bala podría atravesar la pantalla hacia cualquiera. Y entonces ningún trending topic salvará a la víctima.