En lugar de eliminar los privilegios, los han redistribuido entre los suyos.

La revelación de CGR

Una revelación reciente ha estremecido la estructura del Estado chileno y expuesto una de las fracturas más profundas de su ética pública: más de 25.000 funcionarios viajaron fuera del país mientras se encontraban con licencia médica. En paralelo, diversos médicos, también con licencias activas, prestaban servicios quirúrgicos y consultas en clínicas privadas, desafiando abiertamente no solo la legalidad, sino también los fundamentos morales del sistema de salud y previsión.

Esta doble dimensión del escándalo —la del funcionario público que engaña al Estado, y la del médico que trivializa el diagnóstico para beneficio propio— nos habla de un problema estructural, no de casos aislados.

Son diversas las perspectivas que se han expuesto: la falta de control del Estado, la existencia de fraude al fisco y otros delitos, la erosión de la legitimidad estatal, entre otros. Todos estos puntos son muy importantes.

Sin embargo, hay algo aún más relevante: si el gobierno de Sebastián Piñera, en 2019, vivió una caída estrepitosa en su legitimidad por el desequilibrio normativo que expresaba su gobierno —esto es, cuando la estructura normativa ya no organiza el funcionamiento de la sociedad, sino que lo descarrila—, las normas del Chile del libremercado fracasaron en el segundo gobierno de Piñera, no solo porque habían dejado de funcionar (asunto que era cierto), sino que, además, fue evidente que esas normas no inspiraban realmente la conducta misma del gobierno.

El gobierno no era capaz de explicar con respuestas claras la distancia entre el discurso del oasis y una realidad de apremio presupuestario en los hogares, la desigualdad, el abuso en el mercado y la exclusión de los principales beneficios —ni qué decir privilegios— de la sociedad.

Al ocurrir esto, se acaba la fe en las reglas, pues estas no son líneas o límites infranqueables, sino, por el contrario, son sugerencias para unos y obligaciones para otros.

Los actuales líderes del gobierno: Gabriel Boric, Camila Vallejo e incluso los caídos en desgracia política (pero como personas) Giorgio Jackson, Karol Cariola, Miguel Crispi, Izkia Siches; nacieron como líderes y fueron viables como tales gracias a estos desequilibrios normativos originales. Su propuesta era modificar una sociedad centrada en lo privado y excluyente para pasar a una sociedad con un claro rol de lo público que construya una sociedad más inclusiva.

El gobierno del Frente Amplio nació como el prsunto gestor de un pacto social nuevo, donde el estado concurría con un rol salvífico ante un escenario de abusos.

Desgraciadamente el Frente Amplio nunca quiso entender qué era lo público y qué era el Estado para los chilenos. Básicamente, en un gesto narcisista, asumieron que el mundo sería mejor si ellos (que se asumen mejores) llegaban al Estado y con ello sencillamente todo sería transformado por arte de magia.

La verdad es que los chilenos tenemos una visión del Estado que es precisa y específica, muy heredera de nuestra tradición cristiana. Sin entender esto, no se dimensionará jamás la gravedad de lo descubierto por la Contraloría General de la República.

El concepto de Estado de los chilenos

En la tradición política clásica, el Estado ha sido concebido como garante del orden, proveedor del bien común, árbitro de los conflictos sociales, y más modernamente, como redistribuidor de recursos y derechos. Pero en las profundidades simbólicas de la cultura chilena —ese territorio subterráneo y persistente que denominamos Chile Profundo— el Estado adopta una forma distinta, más ambigua y emocional: la de gestor del dolor.

Esta concepción no proviene del diseño institucional, sino de la experiencia encarnada en la vida cotidiana. En el Chile profundo, la desigualdad no es simplemente una brecha económica, sino una amenaza ontológica. Convertirse en pobre no es sólo tener menos, sino caer fuera de la humanidad.

Ser decente es mantener el estatus de ser humano a pesar de la pobreza; ser indecente, en cambio, es deslizarse hacia lo animal. En este universo simbólico, el Estado no opera como el arquitecto de la igualdad, sino como el encargado de distribuir analgésicos sociales, de contener la caída, de organizar las formas legítimas del sufrimiento.

Este Estado se activa allí donde el dolor amenaza con volverse insoportable. Su rol no es tanto evitar el daño, sino administrarlo, legitimarlo y repartirlo moralmente. El enfermo honesto merece atención; el flojo, indiferencia; el delincuente, castigo. La política se desdibuja y la ciudadanía se disuelve: lo que queda es un pacto moral, una coreografía ritual donde el orden se sostiene por decencia, esfuerzo y limpieza. El Estado, en esta lógica, no se legitima por su capacidad transformadora, sino por su habilidad para distribuir sufrimiento con sentido.

Por eso, cuando la moral falla —cuando ya no se puede ritualizar el dolor ni anestesiarlo con narrativas de mérito—, recién entonces emerge lo político. Pero esa emergencia es percibida como una falla, no como una oportunidad. La ciudadanía activa no es celebrada, sino temida: es el síntoma de que el pacto se rompió, de que la analgesia ya no basta, de que el dolor excede su contención simbólica.

Esta forma de Estado no responde a izquierdas ni derechas. Su lógica no es ideológica, sino cultural. El empresario exitoso y el funcionario estatal coinciden: el esfuerzo limpia, la flojera ensucia, y el que sufre sin culpa merece consuelo. La meritocracia no es aquí una teoría política, sino una religión moral y de alguna manera cívica.

Pero en esta visión anida una trampa. Porque si el dolor es siempre individual, si el sufrimiento solo se mitiga, pero no se explica estructuralmente, entonces la estructura desaparece. El Chile Profundo tolera la desigualdad porque la convierte en un drama moral. El Estado, lejos de desmantelar esa arquitectura, se transforma en su capataz amable, su regulador sentimental.

Y, sin embargo, ese pacto no es eterno. Cuando el dolor rebalsa, cuando las promesas se agotan, cuando la analgesia ya no alivia, la política vuelve, desbordada, impura, rabiosa. Es entonces cuando el Estado deberá decidir: ¿seguirá siendo el mayordomo del sufrimiento o se atreverá a ser su arquitecto de superación?

Esa es la pregunta que nos formula este tiempo. No si el Estado debe cuidar o castigar, gastar más o menos, ser grande o pequeño. La pregunta verdadera es otra. Los chilenos quieren saber si Estado será capaz de desactivar el dolor.

El lucro aparece en manos de sus críticos

De acuerdo a mis investigaciones en el año 2011, el lucro no aparecía como su definición de diccionario: más bien, era la obtención de ganancia en actividades económicas. Por entonces se transforma en un significante moral y político, en la medida en que representa:

    • La mercantilización de lo indebidamente mercantilizado: educación, salud, previsión, derechos básicos.

    • La existencia de un rédito económico basado en una asimetría de poder que se caracteriza por el uso de una posición ilegítima de superioridad (e incluso eventualmente ilegal) de ciertos actores económicos o políticos por sobre los ciudadanos, desamparados de protección ante estos hechos (contratos unilaterales, colusión, en general, fenómenos de abuso en el mercado).

    • Una lógica instrumental totalizante, donde la rentabilidad desplaza toda otra forma de sentido, incluyendo la justicia, la dignidad o el bien común.

    • Una traición a la promesa de modernidad igualitaria, donde el mérito supuestamente permitiría el ascenso social, pero que en la práctica reproduce privilegios y exclusión a través del dinero.

Por esos años afirmé que el concepto de lucro aparece en el centro del malestar social chileno cuando los estudiantes denuncian que la educación no está organizada para formar, sino para acumular capital. Esa denuncia, inicialmente en el lenguaje económico, rápidamente se convierte en una crítica moral a todo el modelo de sociedad. Es así como el lucro actúa como “una cristalización simbólica del abuso”.

La crítica de los liderazgos emergentes en 2011 (Boric, Jackson, Vallejo) canalizó —con lenguaje de nuevo ciclo— una acusación política al régimen normativo y económico heredado de la dictadura y consolidado en la transición. Lo que se impugna no es solo el financiamiento privado de la educación, sino la existencia de un sistema que permite lucrar con los derechos fundamentales, bajo un Estado subsidiario que delega y se ausenta.

Esta crítica revelaba:

    • Que el lucro es el mecanismo institucional del abuso.

    • Que el Estado es cómplice del lucro, al diseñar un sistema que legaliza esa práctica en vez de limitarla.

    • Que el lucro degrada el vínculo social, porque instala una relación de compraventa donde debería haber reciprocidad, cuidado, ciudadanía.

    • Que el lucro supone la primacía de los intereses privados sobre los públicos, un abuso que otorga dineros de todos (o al menos míos) para que vayan estructuralmente a quedar en manos de ‘los mismos de siempre’.

En 2011 y los años siguientes, el lucro produjo una desarticulación del discurso dominante. El desequilibrio normativo ocurre cuando el conjunto de normas sociales, políticas y culturales pierde su capacidad de orientar la acción y justificar el orden. En ese marco, el lucro aparece como símbolo de una norma ilegítima. El Estado subsidiario, al permitir que el mercado organice la distribución de derechos sociales, fracturaba en su operación el principio de justicia.

El lucro, legal pero ilegítimo (y a veces incluso ilegal), muestra que el orden normativo ya no se corresponde con la sensibilidad social. Se rompe así el equilibrio entre legalidad y legitimidad.

Por eso, la crítica al lucro es una crítica al fundamento normativo del modelo neoliberal: denuncia que las normas no son neutrales ni técnicas, sino que protegen privilegios y excluyen a las mayorías. Esta fractura es lo que desencadena —según señalé— el proceso de desestabilización que culmina en el estallido de 2019. Y esa es la razón por la que se me ha signado como quien predijo el estallido.

El arribo al poder del Frente Amplio y el lucro

La crítica al lucro conllevaba una reconfiguración de la función del Estado:

    • Ya no puede ser solo garante de condiciones de mercado.

    • Debe transformarse en actor normativo central, que no solo administre, sino que produzca sentido, regule el valor social y restablezca la justicia.

    • Supone una transición desde un Estado subsidiario a un Estado garante de derechos, y desde una lógica tecnocrática a una lógica deliberativa y moral.

Si el Estado neoliberal fue, para los chilenos, un dios insensible; si el pueblo gritó como Job en la Biblia renegando de Dios “¿acaso son de carne tus ojos?”; el gobierno de Boric tenía que ser la devolución de humanidad al Estado, con una visión moral. Es, en esencia, una exigencia de reconstrucción normativa desde lo público, con el Estado como eje central.

El lucro y los nuevos leprosos

Desde una perspectiva ética, estos hechos no son simples irregularidades: son violaciones profundas del contrato social. El funcionario público —no cualquier trabajador, sino aquel que representa al Estado— tiene la obligación de encarnar la probidad, la transparencia, el compromiso con el bien común. Pero el hallazgo de 35.585 licencias médicas que facilitaron 59.575 entradas o salidas del país durante períodos de supuesto reposo revela que hay una cultura instalada de abuso estructural, que se ha sofisticado bajo la apariencia de enfermedad.

El viaje internacional, actividad planificada, costosa y exigente físicamente, no solo contradice la naturaleza de una licencia médica. Lo hace con un descaro que interpela a la lógica misma del cuidado de la salud. ¿Qué tipo de dolencia permite abordar un avión, cambiar de huso horario y realizar actividades turísticas, pero no asistir a una oficina? La respuesta es brutal: una dolencia inventada o utilizada estratégicamente con la complicidad del sistema.

El caso de los médicos que, estando con licencias, operaban o consultaban en clínicas privadas agrega una dimensión especialmente grave. Aquí no se trata solo de falsear una dolencia, sino de aplicar una licencia médica para evadir el trabajo público mientras se ejerce en el ámbito privado. Es decir, se pervierte una protección legal para aumentar ingresos personales, lo cual constituye no solo una falta ética, sino también una infracción al principio de exclusividad de funciones públicas.

Frente a la magnitud del escándalo, el Ministerio de Hacienda
anunció la creación de un Comité Nacional de Ausentismo, con el fin de iniciar sumarios, mejorar los controles y revisar los procedimientos de otorgamiento y fiscalización de licencias médicas. Esta medida es ridícula: ¿se debe tener un órgano para gestionar delitos de esta gravedad? ¿Puede el Estado gestionar ello? ¿Puede implementar mejoras que reduzcan estos graves hechos? ¿Se trata de ausentismo o de fraude?

Es inaceptable.

Es como si un colegio donde hay ataques constantes a cuchillazos entre alumnos creara un comité especial de convivencia. Es ridículo. El incumplimiento flagrante de las funciones básicas y de la ética pública no es motivo de gestión.

Más aún, se requiere un análisis muy detallado: ¿son los funcionarios de ingreso más alto los que hicieron esto? ¿Hay diferencias en cantidades promedio de licencias médicas entre funcionarios de confianza del presidente respecto a los que no lo son?

La cantidad de preguntas cruciales son evidentes. Creo que es imprescindible que, sin los nombres, las bases de datos sean públicas para el análisis sociológica y organizacional. Y es así. El Estado debe tener criterios de análisis organizacional. No pude funcionar como una bolsa genérica. Se requiere profesionalizar y construir una ética pública que no depende solo de los jefes o autoridades. Nuestra sociedad está fallando.

La principal debilidad de la respuesta gubernamental es que no enfrenta el problema de fondo: el uso estratégico de la enfermedad como escudo funcional y la existencia de médicos facilitadores que entregan licencias sin sustento. Sin una intervención profunda que revise los criterios diagnósticos, la relación médico-funcionario y los incentivos perversos en juego, todo será cosmética administrativa.

Licencias médicas, Domínguez y el retorno del lucro

El caso emblemático es de un funcionario amigo del presidente, Raúl Domínguez. En su caso, habrá que decirlo, al menos no se produce uno de los males del gobierno: funcionarios sin currículum. La verdad es que Domínguez tiene trayectoria y no ha estado permanentemente circulando solo en el mundo público. Desconozco la calidad de su trabajo en el área regulatoria de telecomunicaciones, pero si acaso no hubiera hecho mucho, hay que decir que Chile habitualmente no se preocupa gran cosa de eso (y es muy importante).

Pero lo cierto es que Domínguez ganaba $7.300.000 pesos bruto y bonificación por función crítica de más de un millón extra. Es decir, casi ocho millones y medio de pesos. Habrá que recordar que el presidente Boric, cuando era candidato, dijo que nadie ganaría más de diez veces el salario mínimo. Lo cierto es que, según se señaló en The Clinic, hay alrededor de 100 funcionarios que ganan más que el presidente (más de 7,6 millones).

El problema en este caso ni siquiera es el sueldo: es el uso ilegal de días de descanso sin tomarse las vacaciones y, por el contrario, cubriendo legalmente esos días con una licencia médica fraudulenta. Es decir, hubo un profesional médico (¿de confianza? ¿por mero pago?) que ‘atendió’ a distancia (o que fue engañado en una consulta telemática) y otorgó una licencia médica sin pruebas confiables.

Domínguez además aprovechó un viaje oficial para quedarse fuera de Chile vacacionando, es decir, aprovechó el envión y seguramente modificó el viaje de retorno a su nombre agregando el dinero faltante, pero en la práctica el viaje lo pagó principalmente el Estado. ¿Pidió viático? Seguramente los detalles los tendremos luego.

Lo cierto (y esta es la conclusión) que los casos de los más de 25.000 funcionarios públicos que utilizaron licencias médicas para viajar al extranjero, junto con el episodio emblemático del amigo del presidente, Raúl Domínguez, que extendió su estadía en Europa bajo el mismo mecanismo mientras ocupaba un alto cargo en Subtel; y los médicos operando en el mundo privado mientras estaban con licencia en hospitales públicos; configuran una escena que simboliza el retorno del lucro al corazón del aparato público. Pero no se trata del lucro como modelo económico explícito, sino de su forma deformada y replicada: un lucro oculto, que opera bajo el ropaje del Estado, mediante prácticas de aprovechamiento individual, licencias disfrazadas, aumentos salariales injustificados, y redes de protección entre cercanos.

Es el lucro encubierto en un discurso de transformación, que ya no se ejecuta desde el mercado, sino desde las oficinas públicas, perdiendo el pudor, mimetizado en la defensa del bien común.

Lo grave no es solo la transgresión normativa, sino la pérdida de sentido del Estado como institución del interés general. Quienes durante años denunciaron las estructuras de privilegio que concentraban beneficios en unos pocos —en las isapres, en los bancos, en las universidades privadas con fines de lucro— hoy replican la misma lógica desde dentro, bajo el lenguaje de lo público y el mandato de lo ético.

En lugar de eliminar los privilegios, los han redistribuido entre los suyos. Así, el Estado ya no aparece como una alternativa a la mercantilización, sino como su continuidad simbólica. El resultado es una carcoma institucional que deteriora la legitimidad del sector público, alimenta la desafección ciudadana y deja abierta la puerta para discursos aún más radicales, que prometen orden, pero a costa de la destrucción de lo común.

Hay quienes prometieron una nueva generación política.

Una nueva educación.

La gratuidad y el interés público.

comillas
Y surgió una nueva generación, lo lograron.Una nueva generación del lucro. Y esta vez, sacando el dinero directamente del Estado. No son solo las licencias (la palabra toma un nuevo sentido), sino además las fundaciones y las empresas contratadas en los entornos, en las zonas de amigos, de una nueva elite que quiere olvidar su discurso y recordar que hay un premio por llegar al poder, un premio vergonzoso e impúdico, pero un premio que no quieren dejar pasar.
- Alberto Mayol