Los Panamericanos y el efecto que han tenido de reencontrarnos unidos, más allá de diferencias sociales y políticas, apoyando y emocionándonos juntos con el esfuerzo y resiliencia de nuestros deportistas sin importar su origen ni condición, me hizo mirar con nostalgia lo que fuimos, pero también lo que podríamos volver a ser si construimos puentes sólidos y duraderos para cruzar el foso que divide y mantiene desintegrada la sociedad chilena.

Quienes fuimos niños en los años Sesenta crecimos en un país cuya pobreza y subdesarrollo cuesta aquilatar hoy, con grados de desigualdad muy superiores a los actuales y mucho más violentos, porque incluía miseria, analfabetismo, hambre y desnutrición. Sin embargo, las relaciones sociales eran infinitamente más horizontales, los barrios socialmente más integrados, la escuela, la liga de fútbol, el estadio y el centro de Santiago eran espacios de encuentro cotidiano de personas y familias de muy diversa condición social.

Chile es hoy, sin ninguna duda, un mejor país. La gente vive mejor, la miseria y sus efectos han retrocedido y si nos aplicamos podrían desaparecer en un horizonte cercano, la educación dejó de ser un privilegio, viajar ya no es un lujo exclusivo, el acceso al consumo de bienes básicos y algunos suntuarios es prácticamente universal, en fin, la fotografía del presente contrasta brutalmente con las imágenes que podemos ver en las películas emblemáticas de los Sesenta y Setenta, como Valparaíso mi Amor, El Chacal de Nahueltoro, Largo Viaje o La Batalla de Chile.

Sin embargo, fue en esta nueva realidad que se produjo el más masivo y profundo movimiento de protesta y movilización social de nuestra historia, alcanzando inéditos niveles de radicalidad y violencia. Numerosas son las insatisfacciones concretas que convergieron en el estallido social, pero no es casualidad que el cemento unificador fuera el reclamo de “Dignidad”, demanda abstracta y subjetiva como pocas.

Nuestro rápido y sostenido desarrollo de varias décadas tendió a universalizar expectativas, a sacar a franjas crecientes de la población de la resignación por su destino, llevó a más y más personas a confiar en que el futuro sería inexorablemente mejor para ellas y sus hijos, a tener esperanza de que las promesas de acceso igualitario a los beneficios del desarrollo se cumplirían y que el esfuerzo y el mérito se terminarían imponiendo a la herencia y al peso de la noche.

Pero todo lo anterior comenzó a desmoronarse con la ralentización primero y luego el estancamiento del desarrollo, se hizo patente que la transformación económica no se había acompañado de un cambio cultural y civilizatorio de profundidad y magnitud equivalente. Al contrario, la distancia subjetiva entre los distintos sectores sociales es hoy más grande que ayer.

Los barrios están más segregados que nunca, en la Región Metropolitana las comunas de Las Condes, Vitacura y Lo Barnechea han devenido en un verdadero triángulo de Las Bermudas. No sólo por su comportamiento electoral, sino por su homogeneidad social, la altísima proporción de la élite económica, política y cultural que allí vive, sino también porque la experiencia de sus habitantes es autárquica, los niños crecen sin conocer el centro de Santiago, interactúan sólo con sus iguales y se educan en establecimientos socialmente uniformes.

La distancia objetiva en los niveles de desigualdad con Argentina y Uruguay es pequeña, pero la percepción de desigualdad es significativamente más grande en Chile, debido principalmente a la segregación social iniciada en los Ochenta y no revertida en las décadas que siguieron. Hay un problema de base, que es el conocimiento mutuo, la experiencia de estar con otros distintos, de compartir, de conocer y poder justipreciar otras realidades, de valorar las diferencias como fuente de crecimiento.

No puede ser casual la relación horizontal que establecen los garzones argentinos con su clientela y la reverencial que caracteriza a sus homólogos chilenos. O la manera en que jerarquizamos valóricamente oficios y profesiones, incluso en independencia de sus remuneraciones, traduciendo más bien un desprecio por el trabajo manual con relación al intelectual.

Tampoco es casualidad la cobertura noticiosa que tienen hechos ocurridos en el triángulo de Las Bermudas respecto de similares en comunas donde no vive la élite, para no hablar de la presteza con que actúa la Justicia cuando se ven afectadas personas importantes comparada con la lenidad con que se abordan hechos similares que involucran a las demás personas.

No es casual, por cierto, sino derivada justamente de su aislamiento vital, que tantos miembros de la élite dirigente del país actúen como si tuvieran licencia para abusar, en la inconsciencia absoluta de los efectos nocivos que sus acciones pueden generar en la población y en la confianza en el sistema.

La experiencia reciente de los Panamericanos nos muestra, por contraste, que los momentos en que nos sentimos parte del mismo país y nos abanderamos detrás de los mismos sueños son sólo momentos excepcionales, pues el sentimiento habitual es de fragmentación, de diferencias insalvables, de una grieta profunda que impide se desarrolle ese sentimiento de pertenencia e identidad imprescindible para retomar la senda de progreso nacional.

Aunque todas las energías de la élite se concentraron después del estallido social en el intento de establecer un nuevo pacto constitucional, sucedáneo simbólico de la respuesta requerida, por lo demás fracasado dos veces consecutivas, lo que Chile necesita no es un pacto de abogados, sino un nuevo pacto social de los principales actores de la economía y de la política que restablezca un horizonte de objetivos comunes de corto, mediano y largo plazo que permita aprovechar el enorme potencial que tiene Chile para retomar la senda del crecimiento y de la integración social, de la seguridad en todas sus dimensiones, de la recuperación de la educación pública, de asegurar pensiones presentes y futuras que permitan vivir en dignidad. De modernizar y despolitizar la función pública, de establecer metas nacionales que trasciendan nuestras diferencias políticas y los distintos gobiernos que las encarnan.

Los Panamericanos son un buen ejemplo para seguir, porque se ganó la sede con Bachelet, se desarrolló la infraestructura deportiva con Piñera y se organizaron exitosamente en el gobierno de Boric, mostrando la fortaleza de nuestro país cuando es capaz de ir más allá de los debates del presente que a veces nublan el horizonte, uniéndose para enfrentar desafíos que trascienden a todos porque comprometen el futuro del país y de su gente.

Independientemente del resultado electoral del 17 de diciembre, la política fracasó en ofrecer un pacto constitucional que nos uniera a todos en la redefinición de las reglas del juego democrático y la recreación de condiciones de mayor gobernabilidad futura. Si no abordamos con éxito el desafío de un nuevo pacto social, corremos el riesgo de desbarrancarnos para periclitar indefinidamente por la senda del extravío y la decadencia como nación.