En los últimos meses hemos presenciado una fase disruptiva agravada por la afección infinita que padecen miles de hogares desventurados. En semanas postreras se activó un deseo de insurgencia -una radicalidad ética que se alzó desde las cornisas de la ciudad- y que ha mantenido en vilo la sedimentación del 18/0. La potencia martiriológica de cuerpos y pueblos se impuso ante la ausencia de la “cadena primaria” -aplacada por la llegada de una canasta para parias. Todo esto prescindiendo de la hipertrofia del consumo como acceso o experiencia cultural, develando los gravámenes socio-estéticos de la modernización post/estatal iniciada por los gobiernos de la Concertación desde 1990. De un lado, y más allá del Piñerismo, esto ha desnudado la especulación securitaria del Estado sobre el confinamiento bio-medico y, de otro lado, ha tenido lugar la respuesta predecible allí donde la violencia del orden golpea cotidianamente a las subjetividades periféricas que levantaron una “lucha por la subsistencia”.

La cognición del orden obedece a formas materiales e inmateriales de violencia en los eriazos simbólicos que componen un territorio violentado por instituciones hambrientas de indignidad. De paso ha quedado al descubierto un cansancio infinito. Chile es el cansancio de huesos revelados. Los violadores del presente y la naturalización de la impunidad en un orden que no reclama “complejo de Edipo” (la mofa de las Argandoñas a la población carcelaria). Chile, y sus humeros, una pequeña palabra que lucha y devela la ficción modernizante de una “hacienda furiosa”. “Chile de huachos” es también el olvido de los cuerpos perdidos que ahora impugnan la promesa rota de tres decenios de teleología progresista; “la desigualdad mitigará la pobreza, era el pregón de los heraldos de la Concertación. Pero hoy, bajo otro desplazamiento escénico, han quedado al descubierto las complicidades adúlteras entre modernización, Concertación y pobreza. Noche y Niebla. La irrupción de los cuerpos distópicos ha sido una inflexión respecto a la beatitud de cuerpos gloriosos, responsables, esmirriados, obesos, espirituales o inútiles escindidos de su condición biológica gracias a la prepotencia digital.

En suma, llegó la hora de la “potencia desdentada” y se alzaron los cuerpos nómades develando como un golpe de “rayos X” la derrota epistémica del orden y su inteligibilidad, sea en el plano cultural o en la interdicción de nuestra política institucional que aún abraza la porfía de un “acuerdo nacional” gestionado desde la clase política. Lejos de todo proyecto nacional en nuestra actualidad -porque el presente ha sido secuestrado- no gozamos de élites hegemónicas, sino de un ocaso de voluptuosidad; “gente con dinero” librada a la mediatización de sus escándalos familiares (antes fue Dávalos o Feñita Bachelet). Una élite carenciada que no sabe responder a la destitución del orden visual y responde con un revival transicional del orden donde los hijos del trauma administran una iconografía clasista sobre la revuelta (Parada y Landerretche en la comedia televisiva). Y así, “estallido” ha sido la mofa con que guionistas y corporaciones han administrado una ciudad que devela el clasismo cognitivo del campo conservador.

Por su parte las oligarquías académicas y sus empleados epistemológicos han devenido en los “lacayos semióticos” de un régimen de acceso, consumo y obediencia. Ese déficit de densidad etnográfico -que enfanga a las izquierdas- se debe en parte al éxodo de las ciencias sociales a las rutinas burocráticas de doctorados e indexación. En suma, en medio del desastre, la humillación y los saqueos, parias y menesterosos se volcaron a las calles desafiando el disciplinamiento del virus pos/fordista (Covid-19) e impugnando desde los márgenes a los funcionarios ideológicos encargados de la reprogramación geopolítica del capital ante las nuevas conflictividades territoriales. Aquí han migrado un conjunto de sucesos que han develado la bancarrota de la épica modernizadora y la devaluación del pacto juristocrático. Dicho en crudo, las corporaciones y el Parlamento han declarado la guerra bacteriológica al tejido social para configurar la escena artificial de la cohesión social y la obediencia normativa (a riesgo de anomia y de sancionar la producción de un “otro” que debe ser excluido del orden social) administrando el orden desde un vocabulario securitario (unidad, patria, familia y comunidad ante el enemigo invisible que impide el avance del acuerdo nacional). De este modo se abrió el camino para un “neoliberalismo constitucional” que alimenta el clivaje Lavinocentrista donde la ralea de los tiempos permite todo tipo de alianzas. Desde conversos a bacheletistas; opus y progresistas; neoliberales y liberales compasivos.

¡Oh Beatitud!

El mismo guión se hace extensivo a la masificación galáctica de la modernización neoliberal (1990-2010) y a los “expertos indiferentes” vinculados al oficialismo cultural que se esmeran por resemantizar una realidad biológica y social. Pese a todo el esfuerzo desplegado, esto comprende la fusión de un conjunto de fenómenos: el terrorismo digital (virológico) promovido por la comunicación corporativa que despliega el miedo como afecto político (Covid o no Covid); un diseño del “dejar morir” que declara al ciudadano un potencial terrorista virtual; la artera elitización del “progresismo neoliberal” que ha teñido de eficiencia la impunidad autoritaria; hasta los rostros erizados de los contagiados que han fallecido en cárceles, en los pasillos de hospitales siniestrados, en la ascera de una esquina sin nombre o en ambulancias sin destino.

La impotencia de las “burocracias cognitivas” encabezadas por el Rectorado semiótico de Peña (UDP) y su opúsculo dominical. Y sí, en misa de once se promueve el diezmo cognitivo que el poder reclama. La castración del ensayo crítico y el “apartheid cognitivo” de una academia normalizadora y homogenizante respecto a los sujetos de los márgenes es parte de un vacío cognitivo y político. Y todo ello sumado a la difunta “política representacional”, han cincelado las condiciones para una “regresión oligárquica” que ha ocultado en la modernización neoliberal la restauración de un “imaginario hacendal” capaz de recodificar la legitimación final del neoliberalismo obviando cuerpos, pueblos, subjetividades, y todo el mosaico insurreccional del 18/0 que será excluido del plebiscito de entrada.

Y así, gradualmente, ha quedado en evidencia todo el ocaso cognitivo de la “industria televisiva” mediante un travestismo visual que se ha esmera, aquí y allá, por consumar un estado de impunidad social y saturación mediática. ¡Pancho Vidal exhibe la vulgaridad de una izquierda travestida y confinada al carnaval!

Y cuando invocamos la destitución de la modernización chilena con su “clusters” de “indicadores galácticos” (1990-2010), hacemos mención a la bullada “canasta básica” que golpea la imagen autocomplaciente de una economía de servicios (de baja complejidad) que la Concertación exportó a modo de corolario del milagro chileno fundado en 1981. Y aunque el hambre pudo ser una expresión que se circunscribe a 8 poblaciones de Santiago, la grieta de la “canasta primaria” develó al consumo conspicuo (acceso a bienes y servicios) como modelo de desarrollo -auscultamiento- y experiencia cultural de grupos medios que hoy desconocen la paternidad de los mercados. La demanda por “Pan” (que aquí usamos como prefijo) no es solo la anécdota fácil de la periferia indómita, o la olla flaca de La Pintana, San Bernardo o El Bosque, sino el eslabón que desnuda la contradicción fundante del imaginario modernizador validado por los intelectuales del poder y el festín del ¡milagro chileno¡ Aquí el Hambre no es el sinónimo del consumo neoliberal, algún iPhone, sino una fuerza derogante de la visibilidad que ha instaurado la familia oligárquica cuando excluye, aísla, y zonifica el campo de la “marginalidad paria”, y la confinado a los extramuros de la ciudad. Y esto abre un nuevo campo de antagonismos en materias de conflictividad territorial donde la burocracia neoliberal no puede revertir la desesperación del mundo popular, ni menos ignorar sectores incapaces de gestionar riquezas.

Mural satírico a Sebastián Piñera
Mural en calles de Santiago

Dicho esto, cuánto espanto produce una revuelta popular donde los descontados del orden se permiten desafiar a la Pandemocracia derogando la “promesa fácil” de un emprendimiento reducido a sobrevivencia adaptativa. Cuánta “colitis social” infunden unas cogniciones rebeldes que destituyen -con desesperación- el enfoque del “capital semilla” y las promesa vencida de la movilidad social. Qué pudores tan obscenos se manifiestan ante la reivindicación de una Asamblea de la vida cotidiana que reemplace la actual Constitución pinochetista/concertacionista por un texto que considere a todos los actores excluidos de una democracia cesarista. Existe un desaliento cuando el discurso de los márgenes tira el “pelo en la leche” y desestabiliza mordazmente los protocolos aprobados por el Corán de los progresismos ubicuos. Ello nos recuerda nuestra ineludible condición pordiosera. Nuestras poblaciones callampas y la barrialidad anudada a los sujetos de calle, a esos cuerpos esmirriados, donde la rebelión de los huesos vino ha desafiadar al COVID-19. Donde los cuerpos y los “húmeros” no se dejaron anestesiar por los códigos de una modernización adultera que ahora intenta hacer de la historicidad una mediatización carnavalesca en manos de guionistas, escoltas mediáticos y editores de turno. Hoy la información de los matinales se ha convertido en una nueva totalización de la experiencia: hambrientos de sucesos, entre musgos y penumbras, los reyezuelos de la edición han replicado la lógica neoliberal del travestismo visual. Y todo ello cuando los cuerpos distópicos de la marginalidad no asocian el hambre con un retorno voluptuoso al mall.

El quid es cómo nuestra pobreza franciscana se ha vuelto insoportable para el consenso modernizador y sus pastores letrados (alta gerencia guarecida en la usura de las indexaciones de Universidades). Aquí se devela una especie de dimensión pordiosera que, inoculada o no, obliga al relato modernizador a exhumar, fumigar y erradicar esta herida por cuanto deroga la “imago” de mundo que nos ofertó la masificación del acceso con sus indicadores de logro (conectividad, energía, turismo, carreteras, ecologismos, etc). En suma, contra el “modelo de hambre” ningún discurso técnico o managerial se puede sentir satisfecho, pues aquí se devela la laxitud de la estadística y la macro-economía. Hasta hoy nuestra parroquia había sido exportada a la región como un modelo de “subdesarrollo exitoso” que mediante el simulacro elitario escondía la involución hacendal. Sin embargo, cuando “cumas”, “muertos de hambre”, “rotos”, “flaites”, “negros”, “huachos, “vulnerables”, “asistidos”, y toda la cadena de sujetos tercerizados donde el poder hacendal y sus think tank (incluido el progresismo híbrido de Chile 21) no pueden asir, se despliega un “pueblo real” que no tiene consistencia sociológica para ser domado desde la holgura cognitiva de los teóricos de la anomia que se obstinan en reponer viejas economías del conocimiento. Esto último excede el régimen visual de la “oligarquía tecnocrática”. En los últimos días apareció el hambre y la “actualidad” no puede responder a la demanda por sustituir necesidades primarias que distan del consumo conspicuo como experiencia modernizante. Y es que en el marco de una Pandemocracia cae toda noción de comunidad, la lógica del experto indiferente carece de sentido y las terapias estandarizadoras del malestar han sido derogadas antes una aplastante realidad.

Frente a la dislocación del tiempo histórico-representacional de las instituciones, nuestros “administradores cognitivos” y una oligarquía académica servil en sus “eufemismos explicativos” (devota de granjerías, convenios y una glotonería pecuniaria) ha puesto en entredicho los modos institucionales de la investigación universitaria que durante tres decenios abandonó el campo de “lo popular” en sus más diversas expropiaciones ¡Nada de epistemes plebeyas¡ fue la pancarta del experto indiferente. Y así, aferrados a la usura categorial de la indexación, en desmedro del ensayo y la densidad etnográfica, nuestras oligarquías académicas -en plena precarización de la creatividad- han recusado a la calle, al sujeto popular, desde viejas economías del conocimiento, a saber, anómicos, violentos e irracionales. Y es que tal dique normativo aún pretende monopolizar los cuerpos, los espacios, la comunicación política, inclusive la toma de palabra. Lo último devela algo más mordaz, a saber, una histeria por digitar, descifrar y proyectar la insurgencia desde un cuerpo conceptual (sociología de las élites) que aún se arroga una capacidad predictiva, una suerte de soluto, sin dimensionar la potencia derogadora de la movilización social que ha retratado al poder en su dimensión anárquica.

Mauro Salazar J.
Académico y ensayista. Analista político.
Investigador en temas de subjetividad y mercado laboral (FIEL/ACHS)
mauroivansalazar@gmail.com