12 años de vida y 11 montajes tiene la cia. Teatro del Terror (Lástima que sea una puta, El pelícano, Macbeth), que dirige Javier Ibarra, grupo importante dueño de una potente voz escénica y funcionamiento continuo.

En La espera, codirigido con el actor Nicolás Pavez, la agrupación puso sus ojos por primera vez en una historia y personajes que forman parte de la épica chilena.

El terror es el recurso vertebral de la compañía, reacción ante una amenaza o percepción de peligro, sea real o no, que se acrecienta en un entorno de oscuridad y muerte.

Ese miedo intenso que paraliza o pone los nervios de punta, que provoca alteraciones fisiológicas, que aumenta la presión arterial y la actividad cerebral.

Con una valiosa precisión: que el terror no lo provocan sólo ciertos seres fantásticos -zombies, vampiros o fantasmas-, sino también las conductas humanas crueles, abusivas y aberrantes, personales y sociales.

Emociones y actitudes que la obra subraya con los recursos del género del terror, con suspenso y juegos de iluminación, apagones, golpes musicales de alerta y sorpresa, entre otros.

A esta experiencia invita La Espera, de Iván Fernández, escrita a partir del cuento homónimo del Premio Nacional de Periodismo 1999, Guillermo Blanco (1926-2010).

Historias en palabras

La acción principal del cuento se narra a través de la rememoración de una mujer que describe un hecho luctuoso que le toca vivir en la región del Maule (año 1936), sector con una serie de asesinatos, el fantasma de la Niña del Río y grandes haciendas.

Este suceso extraordinario que protagoniza la Patrona (Soledad Cruz) se inicia cuando su esposo, el Patrón (Nicolás Pavez), detuvo e hirió al Negro (Claudio Riveros), a quien sorprendió con una mujer desnuda (Carol Henríquez) a la que, aparentemente, había violado.

Bien amarrado, lleva al famoso bandido a la casona y le pide a su mujer que lo cure, mientras va en busca de la policía, ocasión en que la Patrona entabla un diálogo cotidiano con el Negro que recuerda junto al miedo e impacto que le produce.

Cuando se lo lleva la autoridad, la pareja se estremece con la amenaza del Negro de volver para vengarse de ambos, recuerdos ominosos que terminan cuando una noche escucha que un caballo se detiene en el patio, mientras ella -aterrorizada- seguía a la espera.

La Espera | Amaro (c)
La Espera | Amaro (c)

Historia en escena

Iván Fernández introduce textos propios en el diálogo entre la Patrona y el Negro, para incluir y ampliar ciertas aristas sociopolíticas, una conversación que se mueve a través de la reflexión filosófica, ética y humana, la maldad, la compasión y el amor con temor.

Ambos utilizan una forma de hablar cuidada y poética, entremezclada con lo coloquial y popular, que alude a la colisión cultural y de clases entre representantes de mundos imposibles de converger, que incluyen prejuicios, desprecios y recelos, visiones patriarcales, sometimiento de la mujer en el hogar.

Es el segmento más extenso del montaje, rico en contenidos y detalles personales y situacionales que los directores subrayan -con fuerza y delicadeza, a la vez- para mostrar el mundo interior de los personajes, sus sensaciones y emociones –fiereza, cierto erotismo-, además del entorno material y sus efectos psicológicos.

En este trámite destaca la gran actuación de Claudio Riveros: física y mentalmente retrata la amenaza y el peligro vivo, aunque su personaje poco se puede mover.

Colgado en un tecle, a través de su voz e inflexiones aporta la rebeldía de los desposeídos, mientras que su mirada y lenguaje corporal percutan la búsqueda de la libertad y la denuncia de la injusticia.

No es un héroe con una propuesta de vida, sino el antihéroe que responde con lo único que le queda: el instinto de conservación, tan perdido en la sociedad moderna, suplantado por la cobardía y la renuncia.

El diseño integral de Rocío Hernández construye un espacio que combina la solidez de una estructura patronal que no puede ocultar los cimientos de barro ni su inexorable desplome.

En tanto, la sonoridad ambiental (cadenas, trinos, ladridos, silencios) y el perfil de la composición musical de Juan Carlos Valenzuela atrapan, sueltan y hacen saltar al espectador, junto con convocarlo a una visita al alma chilena.

Otros efectos especiales del género, precisos y coherentes con el relato -lejos del efectismo-, se logran con el apoyo fundamental del diseño audiovisual de Alex Waghorn, que ayuda a conectarse con el universo inmaterial de las visiones y creencias populares.

Una propuesta madura y llena de sugerencias, con soluciones sencillas, entretenidas y eficaces que marcan el perfil de una compañía talentosa que tiene todavía mucho que dar.

Sala Sidarte. Ernesto Pinto 131. Miércoles a sábado, 20:30 horas. Entrada general $6.000; estudiantes y tercera edad $4.000; miércoles populares $3.000. Hasta el 19 de mayo.