En el ámbito de las ideas el racionalismo en cuanto corriente de pensamiento, se extendió en las décadas previas a la revolución francesa, apoyando intelectualmente aquella maravillosa gesta humana que proclamó los ideales de Libertad, Igualdad y Fraternidad, como los fundamentos inalienables de la vida en nuestra civilización.

Con ello marcó el inicio de una época que afirmaba la supremacía de la razón por sobre la sinrazón, de la justicia y la dignidad por encima del odio, el oscurantismo y las abominables injusticias que prevalecieron en las relaciones humanas en los largos siglos de terribles persecuciones, abusos y genocidios que cubrieron la llamada Edad Media.

Las monarquías eran cuestionadas o se desplomaban ante el empuje de las fuerzas ciudadanas que reclamaban un gobierno de seres humanos libres e iguales.

Con semejante acontecimiento la humanidad parecía entrar de manera definitiva en una nueva era, se trataba de mirar el horizonte con la idea que los humanos podían entenderse y cooperar entre sí, socorrerse en sus aflicciones y apoyarse mutuamente; así como, de dominar sus impulsos inmediatos y lograr ser capaces de resolver a través del ejercicio de sus facultades y convicciones racionales la solución de sus conflictos y controversias de interés, sus litigios territoriales o su diversidad en la fe y en sus creencias, afianzándose el valor de la paz y el arreglo no confrontacional de las disputas y divergencias, siendo ellas convocadas a ser reemplazadas por la tolerancia y la sensatez.

No ocurrió así. Las guerras napoleónicas producidas inmediatamente después de la propia revolución francesa, indicaron trágicamente que era muchísimo el camino que aún se debía transitar para que tan sublimes anhelos pudiesen hacerse realidad.

Que el mismo Napoleón se proclamara “emperador”, aparece ante el juicio de la historia como un completo despropósito.

Pasaron las décadas y se instaló en la escena un nuevo siglo, el XX, en el que se desataron dos guerras mundiales y sin número de enfrentamientos terribles, como la guerra de Vietnam o cruentas invasiones para aplastar las luchas independentistas o por el término del colonialismo que, en su conjunto, devastaron regiones, países y continentes en una macabra y terrible obra de destrucción como no se había conocido a lo largo de la historia de la humanidad.

Sin embargo, en 1948, la Declaración Universal de los Derechos Humanos, suscrita por los Estados concurrentes al establecimiento de la Organización de las Naciones Unidas, tuvo la grandeza de proclamar nuevamente el valor esencial de la vida y la dignidad del ser humano como el centro y el destinatario de los esfuerzos de los gobiernos y las naciones empeñadas en avanzar hacia nuevas etapas en el progreso social de la humanidad.

La afirmación de la democracia como valor universal y el reconocimiento del principio de la soberanía popular como base de la gobernabilidad democrática, igualmente la afirmación de los derechos sociales y la legitimidad alcanzada por los trabajadores en sus luchas sindicales y demandas laborales, así también, el término de la guerra fría entre las súper potencias a fines de los años ochenta; la irrupción de una ciudadanía más informada y exigente configuraron un cambio a escala universal que retomó la fuerza del ideal de paz y reanimó el propósito de entendimiento entre las naciones, dormido o aplastado por las arbitrariedades y abusos de poder, guerras y choques de todo tipo que conmocionaron hasta sus cimientos la civilización humana.

Sin embargo, llegado el siglo XXI, sucesos estremecedores parecen advertir que se quiere volver atrás, que existen fuerzas que adquieren enormes proporciones y poder, cuyo signo está forjado por una decisión de imponer sus designios a cualquier precio, ignorando por completo el valor primordial de la vida y la dignidad del ser humano.

Las acciones terroristas de diferentes grupos que se conciben a si mismos como “talibanes”, o que se excusan o encubren en el llamado fundamentalismo islámico, parece ser ahora aquel comportamiento irracional que va en la línea delantera en las atrocidades que son capaces de cometer individuos enceguecidos, autoconvencidos de que son dueños de la verdad absoluta y que pueden asesinar y destruir en nombre de ella. El asesinato en Pakistán de 132 niños así lo atestigua.

Acciones horripilantes de ese tipo, dan cuenta de un mesianismo que escapó de control, que transformado en la decisión de matar por parte de tales individuos puede marcar una nueva etapa de dolor a escala mundial. La idea de la instauración de un “Estado islámico” indica la orientación que tiene tal designio.

Resulta especialmente penoso que colaboren con tales organizaciones personas afiliadas de sexo femenino, cuando el propósito de las mismas resulta ser la sumisión de la mujer a las más oprobiosas formas de dominación y su sujeción a un rol social abyecto, carente de derechos, sin otra función que una amarga servidumbre al hombre, que se somete a su vez al papel de un cruel e inescrupuloso esclavizador.

Esta situación es total y enteramente inaceptable. Es la hora de rescatar el humanismo, es decir, aquella convicción que sitúa al ser humano como el centro nervioso de los esfuerzos del Estado y la sociedad civil en la tarea histórica de realizar un orden social más justo y avanzado. Ningún ideal ni creencia justifica el asesinato masivo de niños y niñas indefensos. Nada puede explicar que se mutile el cuerpo de una mujer, cercenando sus órganos genitales. No hay excusa para la irracionalidad del fanatismo fundamentalista.

Una sociedad de hombres y mujeres libres surge desde el ejercicio de la diversidad y del pluralismo, de la voluntad de respetar los derechos humanos fundamentales y de aceptar la tolerancia como parte de la necesidad de coexistir con quienes piensan diferente. El ideal democrático de la izquierda se levanta desde la internalización de tales principios y en un compromiso profundo con
tales valores.

Camilo Escalona
Presidente del Instituto Igualdad y ex presidente del Senado