Por eso, la universidad contemporánea no puede limitarse a enseñar. Debe dialogar con su entorno, reconocer los saberes locales y comprender que la educación y la investigación son caminos para construir bienestar colectivo.

A menudo, imaginamos la ciencia encerrada entre fórmulas y laboratorios. Sin embargo, también puede tomar la forma de una melodía, de un cuento susurrado o de la curiosidad de una niña o un niño que pregunta por qué el cielo cambia de color.

Cuando eso ocurre, el conocimiento deja de ser abstracto y se vuelve parte de la vida. Esa es la convicción que guía a la Facultad de Ciencia de la Universidad de Santiago de Chile: acercar la ciencia a las personas y permitir que habite los espacios donde se construye comunidad.

Ciencia fuera del aula

Durante los últimos años, la facultad ha impulsado un trabajo constante para que la ciencia deje el aula y recorra los territorios. Desde la Dirección de Vinculación con el Medio, se ha consolidado una manera distinta de entender la universidad: no como un lugar que enseña desde la distancia, sino como un actor que participa, escucha y crea junto a las comunidades.

Los Conciertos Cielos son una de las expresiones más significativas de este enfoque. En el Teatro Lalo Parra, en Cerrillos, y en la Casona Dubois, en Quinta Normal, junto a Planetario Chile y el Aula Magna de la universidad, la música y la astronomía se han unido para invitar a mirar el universo desde la emoción.

Lee también...

Niñas, niños, familias, vecinas y vecinos se reunieron para aprender, disfrutar y sorprenderse. Porque la ciencia también puede sentirse. Lo mismo ocurre con los Festivales de Ciencia, que cada año transforman los espacios universitarios en ferias abiertas donde el arte, la curiosidad y el pensamiento crítico se mezclan. Allí, el conocimiento no baja desde la academia: camina junto a las personas.

Esa misma lógica se refleja en la alianza con la Municipalidad de Quinta Normal, donde charlas, talleres y ferias científicas han permitido que la ciencia dialogue con los saberes cotidianos. En esos encuentros, la bidireccionalidad —ese principio tan relevante en la educación superior— deja de ser una palabra y se convierte en práctica: las comunidades aprenden de la universidad, y la universidad aprende de ellas. Lo que surge ahí no es solo conocimiento, sino confianza, sentido de pertenencia y cooperación.

Otro ejemplo es el programa de Juegos de Rol, implementado en el Instituto Nacional Barros Arana, donde estudiantes asumen roles en debates sobre dilemas ambientales, matemáticos o tecnológicos. Allí la ciencia se vive y se cuestiona: se convierte en herramienta para pensar colectivamente.

De modo similar, la Escuela de Invierno reúne cada año a profesoras y profesores de matemáticas y física de distintas regiones —e incluso de otros países— en un formato virtual que permite actualizar saberes, compartir experiencias y fortalecer redes docentes. En este caso, la tecnología no separa: acerca y amplía horizontes.

La narración oral también se ha convertido en una poderosa aliada. A través del programa CuentaUSACH, la Facultad lleva la ciencia a las aulas desde el arte y la palabra. En comunas como Chimbarongo o Putaendo, los patios escolares se llenan de relatos, talleres y susurradores que despiertan la curiosidad.

Cada historia abre una puerta al asombro: una niña descubre que Florence Parpart, una inventora estadounidense, patentó en 1914 un modelo de refrigerador eléctrico, o un niño comprende que las mismas estrellas que ve esta noche fueron las que guiaron a sus abuelos. En esos gestos cotidianos, la ciencia se convierte en emoción y encuentro.

Pensar la ciencia como vínculo

Mientras tanto, el mundo avanza a una velocidad vertiginosa. La llamada Revolución Industrial 4.0 nos desafía con inteligencia artificial, automatización y nuevas tecnologías que transforman la manera en que trabajamos, aprendemos y convivimos.

Pero junto a este progreso, los Límites Planetarios nos recuerdan que la innovación solo tiene sentido si respeta el equilibrio del entorno. La ciencia, en este contexto, debe ser más que producción de conocimiento: debe orientar, cuidar y enseñar a pensar en comunidad.

Lee también...

Por eso, la universidad contemporánea no puede limitarse a enseñar. Debe dialogar con su entorno, reconocer los saberes locales y comprender que la educación y la investigación son caminos para construir bienestar colectivo. Vincularse con el medio no es cumplir una exigencia académica; es reconocer que el conocimiento pertenece a todas y todos, y que su valor se multiplica cuando se comparte.

Y quizás ahí radique el verdadero sentido de hacer ciencia hoy: cuando la facultad comparte su trabajo en una sala llena de estudiantes, cuando los relatos científicos despiertan asombro o cuando una académica conversa con una joven curiosa. En esos instantes, la ciencia recupera su voz, su rostro y su propósito. Se transforma en un puente entre generaciones, en un lenguaje que conecta a las personas con su entorno y en una manera de imaginar, desde lo colectivo, un futuro más justo.

Hoy, cuando el país vuelve a preguntarse hacia dónde quiere avanzar, en medio de un nuevo proceso electoral, esta reflexión adquiere un valor profundo. Porque pensar la ciencia como vínculo, como bien público y como servicio al país, es también reconocer que su mayor poder está en abrir puertas, tender puentes y, sobre todo, democratizar el conocimiento, para que llegue a cada rincón donde habita la curiosidad humana.

Nuestra sección de OPINIÓN es un espacio abierto, por lo que el contenido vertido en esta columna es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial de BioBioChile