"Parece que las masas no reclaman la verdad, más bien demandan ilusiones. Profundamente influidas por lo verdadero y lo falso, resulta evidente que les cuesta distinguir entre ambos extremos de lo real".

He visto a personas que le pegan un papel a la cámara de sus computadores, como si tuviesen desconfianza del gran monstruo de la tecnología, algo así que como si del otro lado los estuviese observando el Gran Hermano que retrató Orwell en su novela 1984, un ser omnipresente que lo controla todo desde un lugar desconocido y enigmático.

De ser cierta esa teoría un tanto delirante, desconozco que es lo que se quiere ocultar, quizá simplemente evitan ser vistos mientras se sacan un moco frente a la pantalla del PC y que la imagen de vuelta al globo, aunque, por otro lado, no podemos descartar que lo que subyace a esa particular acción sea el ánimo expreso de proteger la intimidad, como lo garantizan los numerales 4º y 5º del artículo 19 de la Constitución Política de la República.

Hoy por hoy, cuando estalla un nuevo escándalo relacionado con la filtración de audios que dan cuentan de reuniones y /o actividades privadas, vienen a mi memoria dos casos emblemáticos que los chilenos parecen haber olvidado, por esa tendencia a la amnesia que nos caracteriza, y que se concreta principalmente cuando de elecciones políticas se trata.

Sentados frente al televisor, el 23 de agosto de 1992, todo chile fue testigo de la revelación de una grabación telefónica clandestina, en la que un joven Sebastián Piñera le pedía a un amigo influir en los moderadores de un debate presidencial en que participaría su correligionaria Evelyn Matthei, para incomodarla con algunas preguntas. Al desnudo quedaba el ejercicio ruin de la política de baja estofa, aunque lo más grave es que una conversación privada haya sido intervenida ilegalmente, y de paso, daba crédito a aquel intelectual que afirmó, acertadamente, que es mejor desconocer los pensamientos de nuestros semejantes, por el riesgo de odiarnos más de lo común y habitual.

A otra escala, el asunto tiene que ver con el chisme, la chimuchina o el cahuín, llámele como quiera, ese deporte para que el verdaderamente somos campeones, y que el gran Pepo retrató con sarcasmo al bautizar el diario de Pelotillehue, ciudad de residencia de Condorito. “El Hocicón”. Ese medio ficticio del histórico comic chileno, debió ser el periódico seleccionado por Alejandro Guillier para sacar a la luz el resultado su “investigación” del año 2003, que no fue otra cosa que utilizar una cámara oculta para grabar la confesión de un magistrado, quien admitía su concurrencia a un sauna gay. Estalló el escándalo, algo que difícilmente ocurriría en estos tiempos, por una noticia que no tenía nada de particular, salvo entrometerse en las actividades privadas de un ciudadano que ejercía un importante cargo judicial.

Resulta particular que los involucrados en estos casos, transcurrido el tiempo, libres de sanciones y del juicio social, hayan obtenido cargos de elección popular. Tal parece que las masas no reclaman la verdad, más bien demandan ilusiones. Profundamente influidas por lo verdadero y lo falso, resulta evidente que les cuesta distinguir entre ambos extremos de lo real.

Por las dudas, quizá adhiera una cinta opaca a la cámara de mi notebook, y me cuidaré de no confiarle un secreto a cierto diputado, otro que bien canta.

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