Durante el último tiempo, la sociedad ha avanzado en el reconocimiento y establecimiento del principio de paridad entre mujeres y hombres en una serie de ámbitos de actividad. Esto es un logro que solo cabe valorar y consolidar, pese a que haya espacios donde su aplicación sea compleja.

Uno de estos espacios es el de las elecciones de organismos colectivos de representación. En este ámbito, se hace bien en distinguir entre paridad de entrada a la competencia electoral y paridad de salida de dicha competencia.

La paridad de entrada a la competencia electoral significa que mujeres y hombres puedan concurrir en equilibrio de número e igualdad de expectativas electorales. Para satisfacer este propósito hay una serie de mecanismos de ingeniería electoral aplicada al sistema de elecciones que pueden favorecer u obstruir la paridad de entrada: distribución en cebra de las candidaturas de una lista, listas cerradas y bloqueadas en distritos grandes, listas abiertas corregidas por el porcentaje de votación individual de la candidatura menos votada del sexo sobrerrepresentado, etc. Por lo tanto, la complejidad en la aplicación del principio a la competencia electoral no radica significativamente en la paridad de entrada.

Lo complejo es resolver la paridad de salida, es decir, que el resultado de la competencia electoral produzca un cuerpo colectivo paritario de representación. En cierta medida, esto quedará mejor resuelto según sea la ingeniería electoral con que se diseñe el sistema de elecciones. Sin embargo, una correcta paridad de entrada puede no generar una correcta paridad de salida y lo que normalmente se plantea, entonces, es introducir mecanismos de corrección del resultado de la competencia electoral.

Pese a los buenos argumentos existente para sostener la necesidad de que el principio de paridad se aplique a la configuración de los órganos colectivos de representación, lo cierto es que los mecanismos de corrección ideados hasta ahora alteran la votación depositada en la urna (voluntad popular).

Hay quienes, argumentando en favor de la corrección del dictado de la urna, relativizan el principio de “una persona, un voto” y postulan que es más preponderante el principio de la paridad de salida. Pero esta es una mala estrategia, porque lo único que hace es contraponer ese argumento, sin una solución real, al argumento contrario: las correcciones del resultado arrojado por las urnas (ya sea en favor de mujeres o de hombres, según el caso) lesionan gravemente la democracia al someter el más básico principio de igualdad democrática (una persona, un voto) a la manipulación de los agentes políticos, aunque sea en función de expandir el principio de igualdad sustantiva entre los géneros a los órganos colectivos de representación.

Hay una fórmula, con todo, que no se ha intentado explorar: consiste en dividir los escaños del órgano colectivo a elegir en mitades: 50% para mujeres y 50% para hombres. Obviamente, esto obliga a que cada partido o coalición que va a la competencia electoral conforme dos listas: una solo de mujeres y otra solo de hombres. Como consecuencia, el día de la elección, los ciudadanos deberán marcar dos preferencias: por una candidata y por un candidato. Las listas pueden presentarse en una cédula única, tipo sábana, o en cédulas separadas de listas femeninas y listas masculinas. Si esta fuera la preferencia, lo ideal sería que las cédulas de votación sean incluso de distinto color.

El mecanismo puede ser objetado por distintas razones: elude la aspiración de que la sociedad supere la dicotomía de género, la que aún prevalece en muchos ámbitos, especialmente en desmedro de las mujeres; puede contrariar a los partidos políticos por esa u otras dificultades; puede acarrear confusión para los votantes, aunque esto se puede subsanar con una buena campaña explicativa del SERVEL y de los propios partidos políticos. Puede haber otras objeciones.

Por cierto que no es una solución ortodoxa y puede que, por todos o por alguno de los argumentos mencionados previamente, sea desestimada. Pero lo que aquí se postula es que, al menos, se la explore. ¿Por qué? Porque su gran ventaja es que respeta tanto el dictado de la urna como la igualdad sustantiva entre hombres y mujeres en la configuración resultante de los órganos colectivos de representación. Es decir, porque es un mecanismo que congenia la voluntad popular (acorde con el principio democrático de una persona, un voto) y la aplicación plena del principio de paridad.