El actual presidente de Filipinas, Rodrigo Duterte, ha traspasado con creces los umbrales de la crueldad y del crimen, tanto con su propia conducta como con las violentas incitaciones que formula al asesinato y la brutalidad desde su condición de jefe de Estado de ese país.

En efecto, acaba de afirmar que “con 16 años maté a alguien”, haciendo un recuerdo de una riña en que por mirarse mal termino apuñalando a un contrincante en la vía pública. Ahora se dedica al exterminio de toda persona que pueda ser sospechosa de narcotrafico, incluyendo en esa tipificación cualquier tipo de acción delincuencial o de oposición política que le perturbe o incomode. El costo es incuantificable, son decenas de miles de víctimas, sin que se pueda saber cuáles fueron culpables o inocentes.

Es decir, Duterte es una degradación abyecta de la democracia. Es la negación del principio básico de respeto a la dignidad de la persona humana como valor fúndante de la vida en un régimen institucional legítimo, aquel en que el gobernante está circunscrito a normas y límites que enmarcan el poder que le es confiado y que deben detener las conductas de tipo genocida, como es lamentablemente la situación que se ha generado en Filipinas.

Con ello se confirma, una vez más, que las huellas de sangrientas dictaduras se aferran en una cultura de la muerte que permanece por un largo periodo. En el caso de Filipinas, fue Ferdinando Marcos el tirano que asoló mucho tiempo ese país. Luego, el sistema de partidos políticos y la sociedad con toda su compleja diversidad etnica, social y territorial no ha conseguido la consolidación democrática que se requiere para crecer y avanzar en dignidad y cohesión social.

Además, paradojalmente, muchos politólogos que proclamaron “el fin de la historia” al derrumbarse el muro de Berlín y el régimen soviético, han debido retractarse ante las formas extremas de intolerancia y criminalidad que han surgido en pleno auge neoliberal, tales como los diferentes grupos terroristas en el Medio Oriente que pregonan el fundamentalismo islámico y que han desatado atroces guerras en esos Estados, aún débiles e inestables.

Pero también se han agravado otras expresiones de extrema violencia, que operan sobre la base del total desprecio al ser humano, a su vida y dignidad como ocurre en México con el narcotrafico; el que no puede ser erradicado con métodos genocidas como lo hace Duterte en Filipinas, sino que fortaleciendo y renovando la estabilidad democrática en esa nación.

En esta semana, Donald Trump visitó a Duterte, sonrientes brindis ante las cámaras “inmortalizaron” la cita, haciendo caso omiso con burla de las peticiones que le hicieron diversos organismos de Derechos Humanos, dando apoyo de hecho a tan repulsivas prácticas inhumanas.

Esta deplorable conducta forma parte de lo que llaman la “pos verdad”, es decir, ignorar a la opinión pública y desfigurar, incluso ocultar deleznables hechos de gobernantes y personeros estatales, con el fin de imponer espurios objetivos que violan la esencia de lo que debe ser la acción política: promover y cautelar la dignidad y los derechos del ser humano.

Esa cena ha sido una bofetada a la conciencia humanista de hombres y mujeres en el mundo.

Camilo Escalona Medina
Vicepresidente Partido Socialista de Chile