Hechos de esta naturaleza deben ser siempre investigados y sancionados de manera proporcional a la gravedad que revisten, para las víctimas y para las instituciones.

La prohibición absoluta e inderogable de la tortura y otros tratos o penas crueles, inhumanos o degradantes, establecida tras la Segunda Guerra Mundial, representa uno de los hitos civilizatorios más significativos sobre los que se construyó el sistema internacional de protección de los derechos humanos, estableciendo con dicho avance, el imperativo categórico del “nunca más”.

Y es que en toda circunstancia, incluídos estado de excepción constitucional, emergencia pública o ataque terrorista, la tortura y otros tratos crueles son prácticas inadmisibles, cuyo impacto es irreparable en la vida de las víctimas, sus familias, la comunidad y la sociedad en su conjunto.

Esta forma específica de violencia estatal puede tener un efecto expansivo, de ahí la relevancia de la prevención como requisito fundamental para la protección de la democracia y sus instituciones.

Es crucial no confundirnos

Las amenazas de mutilación ocular, estrangulamientos, agresiones físicas, insultos y otras formas de violencia institucional, perpetradas por funcionarios públicos, son prácticas inaceptables, pudiendo constituir ilícitos administrativos y penales reconocidos como tales por nuestro ordenamiento jurídico y por el derecho internacional de los derechos humanos.

Hechos de esta naturaleza deben ser siempre investigados y sancionados de manera proporcional a la gravedad que revisten, para las víctimas y para las instituciones.

Ante escenarios como estos, urge reafirmar el compromiso de todas las instituciones públicas, – especialmente las relacionadas con la seguridad y que detentan el monopolio del uso de la fuerza -, en la erradicación de la tortura y otros tratos crueles, inhumanos o degradantes.

La incorporación de la perspectiva de Derechos Humanos en la función policial trasciende el compromiso ético y se posiciona, además, como un mecanismo que habilita la mejora de su eficiencia. Además, refuerza la legitimidad de la función pública ante la ciudadanía, fortaleciendo la democracia y el Estado de derecho.