El drama de la condición humana está en que no hemos comprendido a cabalidad que hemos sido creados para vivir con grandeza espiritual. En efecto, los seres humanos estamos dotados de grandes dones, habilidades, pericias y destrezas para hacerlas florecer, desplegarlas en la vida para nuestro bien y el de los demás.

Sin embargo, nos conformamos con poco (o nos inducen a conformarnos con poco) y, así, erramos en nuestro anhelo más profundo: ser felices. La pauperización de nuestra humanidad, en mi opinión, nos ha conducido a la desdicha y nos ha ido enfermando como personas y sociedad.

Sí, hemos sido creados para ser felices, pero el sistema nos ofrece constantemente cosas o experiencias más bien para entretenernos. Como consecuencia, no logramos la armonía en nuestras vidas ni con nosotros mismos, ni con los demás.

Tal vez esa sea una posible explicación del malestar existente en muchas personas y el aumento galopante de crisis matrimoniales y sociales, así como el aumento del consumo de droga, alcohol y la generación de ambientes donde prima la desconfianza, la violencia y el miedo.

Es triste apreciar que son cada vez más las personas que no duermen bien, comen de manera desordenada, están ansiosas, se sienten solas y siempre insatisfechas. Muchos, se auto medican, sin el acompañamiento y la ayuda profesional necesaria. ¿No será esa una de las razones del aumento de enfermedades mentales en todos los sectores y ambientes de la sociedad?

El panorama es desolador. El trabajo, factor fundamental de crecimiento y ayuda en la sociedad se ha vuelto simplemente un medio para obtener dinero, pagar las cuentas y si sobra algo… pasarlo bien, entretenerse. Nada más.

El trabajo, experiencia privilegiada para desplegar lo mejor de uno mismo y realizarse como persona y contribuir para un mundo más justo, muchos lo consideran una mercancía que se transa en el mercado según la lógica de un mero insumo. ¡Qué manera de tergiversar la vocación de ser cocreadores del mundo y artífices de una sociedad mejor!

Cuántas personas viven aburridas sin horizonte de futuro más allá de lo inmediato, de lo que causa máxima satisfacción al instante. ¿No será aquello una de las causas de la violencia que se percibe en el ambiente?

Nos han ido matando poco a poco nuestros sueños, nos han hecho creer que para ser alguien en la vida hay que tener riquezas, vivir en ciertos barrios y llevar a los hijos a ciertos colegios. De lado quedó la dimensión heroica de la existencia humana, el estar dispuestos a dar la vida por alguna causa que bien lo valga. Eso es grandeza en el sentido más amplio de la palabra.

De jóvenes soñamos con vivir de acuerdo a como pensamos y ya de adultos, desencantados, se termina pensando de acuerdo a como se vive. En ese contexto, importa más el dinero a fin de mes que la satisfacción del trabajo bien hecho y la nota importa más que el gozo de aprender. ¿Se puede vivir así?

Es triste apreciar la incertidumbre y perplejidad que suscita en los padres cuando un hijo quiere ser artista o filósofo u optar por alguna carrera poco lucrativa. Inmediatamente surge la pregunta, “pero hijo ¿de qué vas a vivir?”. He ahí el drama: es más importante saber “de qué vamos a vivir” a descubrir “el para qué vivimos”.

Así estamos. Los fines instrumentales, como el dinero y las cosas, se han convertido en fines morales, y los fines morales, como la búsqueda de la verdad, de la belleza y el bien, ya casi no importan. A lo más son conversaciones de sobremesa. Eso nos ha llevado a estar hartos de todo y llenos de nada, como decía en el siglo XVI Santa Teresa de Ávila.

Repensar nuestro estilo de vida, volver a centrarnos en las personas más que en las cosas, valorar con más fuerza que nunca la dimensión espiritual por sobre la material, y la dimensión ética y estética por sobre la técnica, es un camino que bien vale la pena seguir.

De no ser así viviremos cada vez más con una sensación de malestar que nos enferma y a quienes nos rodean. Para ello se requiere mucha valentía porque el castigo al que se sale del molde establecido es feroz.

Este triste panorama que está a la vista enriquece a muchas personas que con sofisticadas técnicas nos hacen estar siempre insatisfechos. Mantenernos anestesiados se ha vuelto una empresa que goza de una muy buena salud financiera.

La anhelada felicidad y paz no están en el mejor modelo de celular, ni auto de lujo ni en un computador, sino que en la armonía con Dios, con los demás, con la naturaleza y uno mismo. Está en el encuentro personal y en el compartir. Lo que se contradice con nuestra experiencia escolar que se basa en competir.

Es tan triste el panorama que hasta para el momento de nuestra muerte no ofrecerán un servicio funerario 2.0. Para muchos es con mariachis cantando con entusiasmo: “y yo sigo siendo el rey”.

El sistema que nos rige nos está pasando gato por liebre, y sin darnos ni cuenta, porque se realiza con harto ruido, harto cotillón, risas y ofertas al por mayor. Es cosa de escarbar un poco para descubrir que hemos construido una sociedad sin alma.
Por estas y otras razones es que creo tanto en la relevancia de la vida espiritual, de la fraternidad y la solidaridad como proyecto de vida personal y comunitario.