¿Es cierto que el ataque lo comenzó Hamás? Por cierto. Pero castigar al pueblo palestino por las acciones de Hamás está fuera de todo criterio aceptable. Netanyahu ha buscado construir un enemigo fácil para demostrar su poder. Pero si mira un poco le quedará en claro que acaba de poner en riesgo, en gran riesgo, el futuro de Israel.

La guerra no es una conjetura, no es una hipótesis. Su evidencia no admite réplica. Su realidad es pétrea. En su forma pura, la guerra pretende la suspensión de toda norma. La guerra es amoral y apolítica. No ha de quedar piedra sobre piedra. Sobre esa piedra no se construirá una iglesia. Es así. Pero no.

La guerra y la iglesia

En la cultura griega la guerra se ganaba arrasando toda la ciudad o accediendo al dios de la ciudad, tomándolo por parte del enemigo y sometiéndolo al poder (con mezcla de respeto y humillación) de ser sumido en un panteón de dioses, cumpliendo alguna función menor, propia de un perdedor (pero al menos conservando el carácter divino).

Los romanos inventaron la negociación en plena guerra. O la guerra para negociar. O la negociación para ir a la guerra. En Medio Oriente lo saben. Mahoma fue a la Meca cuando comenzó su travesía profética, provisto y arropado de su doctrina, de las suras que ya le había dictado Alá (no todas aún). Mahoma negoció con la elite de La Meca y llegó a acuerdo. Aceptó a las diosas aladas de la ciudad. Y la montaña, en su siguiente visita, le confirmó el acierto.

Pero la negociación no fructificó. Mahoma fue engañado, fue una promesa vana. La misma promesa que redundó en falsedad que afectó a Ismael y su madre Agar cuando Abraham pudo al fin procrear descendencia con su esposa Sara. Mahoma entonces cambió de mentalidad, consideró que la doctrina no era suficiente, que su carisma no era suficiente. Comprendió que necesitaba poder. Y preparó tropas y con miles de hombres (tres veces la población de la ciudad) llegó a las puertas de ella.

Las diosas aladas (Uzza, Al-lat y Manat) ni siquiera se defendieron. Acumularon sus cosas en una caja y se fueron del lugar. El islam cuenta que una de ellas apareció defendiéndose convertida en un demonio, pero que Khalid ibn al-Walid, un gran líder y héroe militar seguidor de Mahoma, se encargó de asesinar tanto a la entidad espiritual como al sacerdote a cargo del templo.

Con esa victoria Mahoma curaría sus heridas, que fueron muchas. Su gran dolor fue cuando vivió la humillación de dictar una sura (un verso del Corán) donde elogiaba a las tres diosas aladas y luego (al fracasar la negociación) tuvo que desdecirse y señalar que en realidad no había sido Alá quien había dictado esas palabras, sino un demonio que había deseado embaucarlo.

Por eso Mahoma comprendió que la negociación se hacía nuevamente, pero ya no con la doctrina bajo el brazo, sino con un ejército. La idea resultó acertada. Y es que la guerra sí admite espacio para las iglesias. Incluso el cristianismo, la versión del monoteísmo medioriental más alejada de la guerra, se permitió fundar una orden sacerdotal de militares: los caballeros cruzados, la orden del Temple. Se suprimió no por un giro doctrinal, sino por la razón más habitual de la política: la derrota. Luego de más de una decena de expediciones a Tierra Santa, los cristianos podían hacer sus sumas: una victoria en casi una decena de cruzadas. El cierre supuso el alejamiento para siempre de las armas. En el Vaticano ni siquiera los guardias son del Vaticano.

Von Clausewitz decía que la política es la continuación de la guerra con otras armas. La definición es precisa, pero capciosa. Porque se puede decir al revés y vale lo mismo. Se puede decir que la guerra es la continuación de la política, pero ahora con armas. He aquí el asunto central de la administración de la política en toda la historia. Cuando ejerces un alto cargo en el estado, estás a cargo de la violencia. Estás allí para tomar decisiones incluso sobre la vida y la muerte de terceros. Es casi imposible que en un gobierno X no muera alguien en manos del estado. Es casi imposible. Y es muy probable que más de algún caso será el resultado de un acto abusivo. La política es dura. Y el poder funciona así. Pero no.

La guerra y la política

Cuando el poder político e institucional se basa en una entidad extraordinaria, ajena a nuestra realidad material, la legitimidad viene dada por la creencia (o el temor) a esa entidad. Los imperios y monarquías donde el poder se basaba en el sol, o en cualquier clase de divinidad, forjaban la sostenibilidad de su poder en la verticalidad de un poder espiritual superior, capaz del castigo y proveedor de una verdad irrefutable.

Pero las democracias occidentales nacieron de una construcción muy particular, compleja, eventualmente susceptible a crisis, pero que goza de una gran virtud: garantiza la existencia, limitada por cierto, de la ciudadanía. La democracia moderna sostiene que la legitimidad debe provenir de los mismos dominados, debe ser el resultado del ejercicio del poder y de su origen. Este desafío ha sido quizás la creación más importante de nuestra historia. Y aún así sigue siendo un problema.

Y el mejor ejemplo es Benjamín Netanyahu.

Netanyahu en Tel Aviv
EFE

Netanyahu es el Primer Ministro israelí. No solo es el actual, es el que más años ha estado en el cargo y que más gobiernos ha liderado (recordemos que el gobierno se establece en pactos coalicionales en el Parlamento). Y Netanyahu es el principal nombre que circula en estos días respecto a la guerra entre Hamás e Israel, que se ejecuta fundamentalmente sobre suelo palestino, principalmente en la Franja de Gaza.

Lo que argumentaré en esta columna lo reduciré a un par de sentencias para evitar las probables interpretaciones maliciosas en medio de un escenario de alta agitación térmica.

1) Benjamín Netanyahu es y representa (ambas cosas juntas y por separado) la incapacidad israelí de actuar desde la prudencia con respecto al pueblo palestino.

2) Benjamín Netanyahu es y representa un mesianismo equivalente al del islam más radicalizado.

3) Benjamín Netanyahu ha logrado su éxito gracias a los ataques a Israel. Pero hoy su poder se extingue a grandes pasos por la misma razón. “El que a hierro mata, a hierro muere”, la frase está en la Biblia, pero no en la Torá.

4) Benjamín Netanyahu ha puesto en riesgo la existencia del Estado de Israel. Si bien había comprendido las complejidades del actual encuadre para su país, al no subirse a la condena a Rusia por la guerra en Ucrania; no lo comprendió ante el escenario actual, donde es evidente que hay un trasfondo geopolítico.

Desarrollaré brevemente estos puntos.

Respecto al punto 1, en 1993 Israel y la Organización para la Liberación Palestina firmaron los acuerdos de Oslo, donde se establecía un calendario de negociaciones. Bajo este acuerdo se otorgaba el derecho a Palestina a contar con una incipiente autoridad nacional. Como todo acuerdo, era criticado por ambos lados.

Los palestinos más desconfiados lo consideraron un gran error (hasta siguen viéndolo así), pues la administración temporal de todo el territorio quedaba en Israel y ello le permitía fortalecer posición. Los israelíes lo consideraron una concesión absurda e innecesaria.

Cuando se firmó este acuerdo gobernaba Yitzhak Rabin en Israel. Un partido fue intensamente crítico a este acuerdo en Israel: el Likud. Para ese partido cualquier retirada de Israel de la tierra judía era una herejía. El líder de este partido y portavoz de este argumento era Netanyahu. Las erradicaciones que debían hacerse como parte del acuerdo, que afectaran a judíos, no se podían ejecutar. Los rabinos, de fuerte presencia política en Israel, consideraron que los acuerdos de Rabin violaban la ley judía histórica. A Rabin se le satanizó: fue presentado como Hitler, fue declarado ‘asesino’ y se habló en muchísimas ocasiones de la necesidad de su muerte.

Netanyahu dirigió una procesión fúnebre teatralizada enterrando a Rabin. Incluso desde el servicio de inteligencia israelí se le pidió a Netanyahu que moderara sus palabras, ya que había amenazas con Rabin. Pero el actual Primer Ministro se negó a bajar el tono. Rabin finalmente fue asesinado por un ultranacionalista después de una reunión apoyando los acuerdos de Oslo.

Israel no supo ver en estos hechos lo evidente: el camino de locura que ofrecía Netanyahu. Vieron la debilidad de Rabin, simbolizada en su muerte. Y decidieron buscar la fortaleza en Netanyahu, quien llegó al poder en 1996. La falta de prudencia de Netanyahu nos lleva al segundo punto, su mesianismo.

Netanyahu es un exitoso occidental, fue a las mejores universidades de Estados Unidos, trabajó en grandes empresas occidentales y pertenece al país más occidental de Medio Oriente. En poquísimos años fue bachiller y luego estudiaba a la vez máster y doctorado. Estos últimos cursos los ejerció simultáneamente en el MIT y en Harvard. Todo esto se interrumpió por la muerte de su hermano ejerciendo tareas militares, que el mismo Benjamín también ejecutó muchas veces (incluso durante su estancia en el MIT, cuando viajó para sumarse a las tropas ante la crisis de Yom Kipur).

Este exitoso occidental de formación universitaria y especialidades diversas, sin embargo, tiene la influencia del rabino Menájem Schneerson, a quien ha admirado por décadas. Se trata de un personaje mesiánico conocido como “El Rebe”, que sostiene la necesaria sumisión a la soberanía divina.

Schneerson sostiene que hay países que creen en exceso en la iniciativa personal y que, con ello, se sitúan en contra de esta sumisión a Dios. Bajo esta premisa, el gobierno del país más occidental de Medio Oriente es un gobierno que descree de valores centrales de Occidente, como la iniciativa individual y la autonomía de pensamiento. Bajo esta lógica, todo el desarrollo tecnológico e institucional de Israel queda materialmente al servicio de una visión mesiánica.

En la zona no es extraño. Gran parte de los movimientos fundamentalistas y muchos gobiernos de la zona tienden a ese mesianismo y el supremacismo, relativo o absoluto según el caso, que supone. Y eso, es evidente, no respeta los valores ni los esfuerzos multinacionales en favor de proyectar los valores occidentales de la democracia y los derechos humanos.

Un líder que basa su poder en ser el sheriff de su patria basa su poder en la necesidad del policía constante, en la urgencia de la seguridad. Esa es la historia de Netanyahu, el motivo de su éxito. A él le conviene la violencia, es parte de su propio éxito. Pero no en la magnitud de lo ocurrido con el masivo acto que sumó decenas de atentados terroristas por Hamás.

El escándalo por los hechos y la humillación hunden a un pueblo como el israelí que ha transitado este camino de acompañar al hombre de pensamiento simple solo en razón de evitar estos hechos.

Los miles de años de cultura judía, de letras y matemáticas milenarias, se suspendieron en el tiempo de estas décadas para dar paso a un simplón arrogante que no comprende que el poder sin legitimidad es construir sobre arena.

Netanyahu ha visto una oportunidad para Israel. Y se ha equivocado por completo.

Como buen hombre simple, sorprendentemente alejado de la abstracta cultura judía, cree que el muerto es perdedor y que el vivo siempre es ganador. Esa verdad ramplona se niega fácilmente cuando el señor Netanyahu rellena un formulario en un aeropuerto y apunta el año 2023, año calculado a partir de un disidente judío, Cristo, que cambió la historia y demostró que el muerto podía ganar a los vivos.

La política tiene misterios que Netanyahu no entiende

Y es que él vio en los primeros ataques el permiso para la represalia. Y no comprendió, como no lo ha hecho por años, que todo el cine de posguerra se ha descascarado para Israel en los años de sus mandatos, con los ataques a Palestina, con escenas que han abrumado al mundo y que, como hoy, sitúan a Israel como el más incómodo país para los gobiernos occidentales.

Y es que seguir defendiendo desde la Unión Europea, desde los medios emblemáticos de cada país, es una posibilidad que se ha roto en los últimos días.

Ya es evidente que Netanyahu está pronto a terminar los días de su relevancia política. Se despedirá convertido en un incompetente para los israelíes que por él votaron y un criminal para los palestinos.

Pero quizás haya más. Quizás Netanyahu ha desencadenado un escenario donde las fisuras puedan devenir en fracturas. Es largo de explicar y habrá tiempo para ello, pero de momento basta decir que de aquí a uno o dos lustros los sistemas de pactos mundiales cambiarán. Y no es obvio que aquello que parezca hoy cemento mañana sea arena. No es tan obvio, solo es un ejemplo, que Europa siga siendo un sirviente político de alto nivel para Estados Unidos.

¿Será la caída de Netanyahu una oportunidad real para un acuerdo que hasta en los días más tranquilos resuena como improbable? ¿O volveremos a vislumbrar el temor y el temblor del territorio más nervioso de la historia?

La esperanza es lo último que se pierde. Pero la esperanza requiere algo de inocencia. Y la inocencia ha sido fulminada en estos días donde las manos se lavan con frecuencia.

“Inocente soy de la sangre de este justo” dijo Pilatos. Y dejó a los ciudadanos la tarea.

Pero tal parece que en esta ocasión no habrá paso del lavado de manos a la delegación del poder de decidir de los pueblos involucrados. He aquí la guerra. Una guerra que ha implicado un asedio total a Gaza, sin electricidad, sin comida, sin agua, sin gas. Y con bombardeos que, es evidente, han alcanzado a cantidades importantes de habitantes palestinos.

Y, todo debe ser dicho, la población palestina tiene poquísimo que ver con Hamás, cuyo plan de corte radical e islámico es fundar un Estado asociado a este credo religioso que abarque Israel y Palestina. Cuando Israel ataca a Palestina, lo hace atacando a víctimas actuales o futuras de Hamás. Y peor aún, cuando lo hace se desentiende de su fértil relación con Occidente y con los avances más básicos en la defensa de la dignidad humana.