En medio de bloques de hormigón, chapas onduladas y armazones de madera arrancadas, los japoneses que ahora trabajan en la enorme tarea de limpiar las ruinas que dejó el terremoto y el tsunami, deben también enfrentar el peligro que representa el amianto.

La destrucción causada por el sismo del 11 de marzo y el gigantesco maremoto que lo siguió es tan gigantesca que las operaciones de limpieza de unos 25 millones de toneladas de desechos acumulados a lo largo de la costa noreste del archipiélago podría tomar varios años.

“Lo que más nos preocupa es el polvo que se inhala”, explicó Tetsuo Ishii, de la municipalidad de Sendai, situada a unos 300 km de Tokio.

“Cuando los obreros derriban los edificios hay muchísimo polvo y el amianto nos preocupa”, agregó, refiriéndose a las numerosas enfermedades vinculadas al mismo, como el cáncer del pulmón.

El amianto, elogiado en otras épocas por sus cualidades de aislamiento acústico y térmico, fue utilizado durante décadas en la construccion, antes de ser prohibido en Japón, así como en la mayor parte de los países del mundo.

Según el diario Yomiuri Shimbun, el gobierno japonés está instaurando una comisión de expertos para medir las tasas de exposición al amianto en las zonas devastadas y asegurarse de que las personas que trabajan allí estén correctamente protegidas.

Antes de las vacaciones de primavera boreal (Golden Week), que comienzan el próximo viernes, las autoridades esperan una importante llegada de trabajadores voluntarios al lugar de la catástrofe.

Sin embargo, el amianto no es la única amenaza sanitaria en medio de ese paisaje desolado.

“Hay más de 30.000 toneladas de desechos de madera, pueden emitir dioxinas si se limitan a quemarlas al aire libre”, destacó Yoichi Kobayashi, del Departamento de Medio Ambiente de la ciudad de Sendai.

“Es importante quemarlas en una instalación especial”, agregó.

Las consecuencias radiactivas debidas al accidente nuclear de la central de Fukushima (situada a 80 km de Sendai) también preocupan a los socorristas.

La ciudad de Sendai desplegó más de 1.000 trabajadores para limpiar las zonas afectadas. Muchos de ellos llevan una máscara para tratar de protegerse del polvo.

A poca distancia, mientras los militares nipones continúan sus operaciones de búsqueda de desaparecidos, Kenichi Seto, un granjero de 52 años, trata de abrirse paso en medio de lo que queda de sus invernaderos.

“Era imposible hacer todo a mano, al principio trajimos máquinas. Ahora continuamos nosotros mismos, pero no tenemos la certidumbre de que algún día podremos reanudar nuestra explotación en estas tierras”, explicó.

En medio de las ruinas donde antes del 11 de marzo se encontraba su casa, Seto y su madre de 80 años, Aki, recuperaron algunos escasos objetos y comenzaron a sacar los restos más voluminosos.

Sus tierras cultivables –unas 250 hectáreas– están empapadas de agua de mar y en algunos lugares, de hidrocarburos. A pesar de las reticencias de su hijo, la anciana se niega a instalarse en otra parte.

“Debemos regresar al lugar donde vivíamos”, afirma.