Se lee. Con cierta espesura teórica, pero se lee. Mérito de la historia misma. Los testimonios, detalles y personajes de un crimen que resultó casi un favor concedido para la prensa roja del 69, allá en un Norte Grande prodigioso de minerales, pero también de machismo con el maso dando, cruces para el cielo y en la tierra una brutalidad de género no muy lejana al Far West.

Por Marcel Socías Montofré

Por eso se lee. “Botitas Negras”, de Lilith Kraushaar, es ciertamente un despliegue narrativo para ajustar, enmarcar y hasta encorsetar un hecho, un proceso periodístico, en un marco teórico que responde a la perspectiva de la autora en cuanto a su tesis acerca de “Género, magia y violencia en una ciudad minera del norte de Chile”.

Los hechos son más simples y terrenales. Como siempre. En 1969 aparecen los restos de un cuerpo camino a Chuquicamata. Es mujer. Se sabe por su “botita negra”. Está destrozado. No es la primera. Tampoco la última. Pero de alguna manera se convierte en ícono. Ese juego del azar donde un hecho recurrente se transforma en único y representativo. Y entonces es la hora de levantar banderas y marchar. Aunque sea por un mes. Máximo dos. Al menos el tiempo donde pueda ser sostenido por la prensa. Y luego el punto final… hasta nueva moda discursiva.

Pero Botitas Negras se salva de esa segunda muerte que es el olvido. Se salva por la esperanza del pobre, de las prostitutas como ella, de los cabrones, los cafiches, los meseros, los músicos, las mujeres golpeadas, mujeres sexualizadas, convertidas en objetos de compra y venta, en carne propia mujeres, descarnada y realmente mutiladas mujeres. Por eso se salva y se convierte en objeto de culto, ese templo menos romano en su arquitectura y más precolombino en su concepción que es la animita.

Allí está ahora. En su altar floreado del Cementerio de Calama. Recibiendo peticiones que ella misma hizo, y que nadie escuchó. Divino silencio y olvido, pegajosos como la camanchaca. Sentencia eterna de la pampa.

Por eso el mérito de Lilith Kraushaar. Rescata la historia. Con sincero interés. La plantea como objeto de estudio -aquello que es objeto de culto popular– y la reviste con academicismos propicios para demostrar que se trata de “las contradicciones y los conflictos de poder propios de una política económica basada en el trabajo minero asalariado y la domesticación de la familia minera”.

Para el pampino es más simple. Pero no lo dice. Calla. De esquina en esquina introspectivo. Así aprendió. Así sobrevivió a tanta matanza. Mientras hablan expertos en sociología, antropología, psicología social y muchos más que siempre tienen una buena explicación, aunque a menudo escasa de terreno, de insolaciones, de aquellos que “tienen calle” y no la explican desde los doctos altares, sino desde ese lenguaje cercano y amable como es la fe en Botitas Negras.

Pero se lee. Entre tanta espesura teórica, Botitas Negras se salva una vez más del uso y abuso. Ese sí que es un buen milagro.

Botitas Negras, Ceibo Ediciones (c)
Botitas Negras, Ceibo Ediciones (c)

“Botitas Negras en Calama. Género, magia y violencia en una ciudad minera del norte de Chile”.
Lilith Kraushaar
Ceibo Ediciones