La modificación del artículo 19, número 1, que se incorporó en Chile la semana pasada sobre los neuroderechos es celebrada por su gran novedad y por no tener precedentes en el mundo. Sin embargo, existen una serie de problemas que no se consideran en esta fiesta del futuro para intentar proteger la mente de un porvenir distópico de control de los recuerdos, emociones, pensamientos y diferentes complementarias características que definen a la mente para quienes aprobaron esta ley y para un número ingente de neurocientíficos en el mundo.

Por Samuel Toro

Básicamente, la nueva ley no agrega nada nuevo a las protecciones de la integridad humana que ya se encontraban en la constitución, y lo que sí hace es presentar problemas a temas complejos de los cuales no se hace cargo. Los debates de fondo no estuvieron en la mesa, y en esta columna me remitiré, de forma resumida, a dos de ellos: el filosófico y el concerniente al derecho.

Uno de los principales problemas no discutidos, y por ende dejados como un supuesto implícito, es la clásica dicotomía entre mente y cuerpo. Ésta, obviamente cartesiana, remite, en este contexto, a una desvinculación de la organicidad como integración de conjunto que es intrínseco a sí mismo, es decir, a un cuerpo unificado, donde la mente, en tanto principio “abstracto”, también es cuerpo. El pensamiento positivista, que aún prevalece en gran parte de la ciencia y en las consecuencias de ella como resultados ontológicos, genera una distinción y a la vez una pretensión de “creer” que las respuestas a las subjetividades no resueltas y a los problemas sobre las paradojas de la identidad, pueden ser absolutamente contestadas por las reacciones neurológicas; algo así como si esta ciencia pudiera lograr, alguna vez, encontrar las respuestas sobre el ser.

En filosofía de la mente existe un concepto denominado “qualia”, que corresponde a las interrogantes de la experiencia y los resultados o respuestas subjetivas que cada individuo tiene, o podría tener, frente a un mismo estímulo. En los estudios sobre la cognición existe debate en torno a si puede ser separable la reacción neurológica (el cerebro) del resto del cuerpo. Esto nos recuerda al experimento filosófico “mental” sobre el “cerebro en una cubeta”, a partir del cual ha nacido mucha literatura y cine de ficción científica sobre la separación del cerebro del cuerpo y las múltiples manipulaciones sobre él para hacer creer a la mente que vive una realidad que no es tal, como el ejemplo de la ya clásica Matrix. Esta posición hollywoodense, junto con un enlace transhumanista no resuelto ni explicado en la ley es, en sencillo, la base de los argumentos de Girardi para poner la discusión de la ley y hoy ser aprobada.

El problema central es que no se ha discutido la integración o separación entre el cerebro y la mente, pues la reflexión filosófica de esto no les es relevante. Esto es una especie de neo-positivismo en términos de derecho. El espíritu de época acompaña, cómodamente, esta posición, pues la “tecnificación” de la vida es un lugar común en nuestros tiempos, donde la razón (en principio heidegeriana) instrumentaliza la “naturaleza” como un Otro, externo a uno, manipulable y manejable a nuestro servicio y las modelizaciones de la vida que menciona Deleuze. La ley menciona la protección de la integridad mental y la psíquica, pero, ¿apoyados en qué argumento se realiza esta distinción? No se menciona.

En términos del derecho, la protección que intentan resguardar -y que no tiene una base de explicación sobre los problemas relacionados a la mente- ya puede leerse en la constitución actual en el mismo artículo 19 sobre la integridad física y psíquica, la privacidad, los datos personales y la libertad de conciencia.

La identidad personal, que se menciona en la nueva ley, ¿cómo debería ser interpretada jurídicamente? No hay respuestas a esto. En este sentido, volviendo a la filosofía de la mente, se puede pensar en lo que se denomina “la identidad a través del tiempo”, es decir, dentro de todos los problemas asociados a la identidad existe uno abierto a la discusión sobre cuál es la posible identidad de algo que cambia a través del tiempo y qué cosas podrían identificar a algo, en este caso alguien, aún cuando tenga cambios sustanciales sobre sus propiedades como “sujeto”. ¿Cuáles son las propiedades mentales que se deben seguir en una jurisprudencia para inclinarse sobre la defensa de una identidad o de otra? Estas preguntas -y muchísimas más- debiesen ser el abordaje y direccionalidad hacia lo ontológico de estos asuntos. Hoy en día no es de extrañar que no se consideren, pero ese es uno de los meollos importantes de la antigua discusión no resuelta que tendremos que enfrentar muy pronto (ya lo hacen variados investigadores e investigadoras) como humanidad: la pregunta por lo humano y lo no humano desde una posición no dialécticamente negativa, es decir, no dicotómica, y sin presagios terroríficos sobre la manipulación de las ideas, deseos, pensamientos y otras cualidades mentales.

En los términos del derecho, a lo que apela la defensa de la nueva ley no se diferencia de la búsqueda de la protección de la posible vulneración de los nuevos aparatos y dispositivos técnico-culturales que existen actualmente. Desde aquí no se plantea ni propone regular la entrada de interfaces no deseadas a millones de menores de edad a través de grandes corporaciones a través de Internet, eso afectaría intereses económicos actuales. Pero sí se usa un supuesto, sin fuertes bases filosóficas, para prevenir algo que no saben realmente qué es: la mente y la identidad que pudiera corresponderle. Para esto último, y también para terminar esta breve columna, quisiera dar un ejemplo actual de acuerdo a la ley aprobada. Para esto citaré un párrafo de la ley primero:

“La integridad física y psíquica permite a las personas gozar plenamente de su identidad individual y de su libertad. Ninguna autoridad o individuo podrá, por medio de cualquier mecanismo tecnológico, aumentar, disminuir o perturbar dicha integridad individual sin el debido consentimiento. Sólo la ley podrá establecer los requisitos para limitar este derecho y los que debe cumplir el consentimiento en estos casos”.

En este momento, ya aprobada esta ley, en teoría, cualquier persona podría demandar a corporaciones que utilizan Internet para vehicular relaciones de interfaz cultural en el aumento, disminución y perturbación de las supuestas integridades individuales que son conducidas a la formación y transformación de identidades (y por ende de la creatividad sobre el mundo que se encuentran construyendo) desde la temprana edad, es decir, se podría demandar, gracias a la ley, la intervención tecnológica que se ha estado ejerciendo, a través de Internet y la televisión, a una cantidad ingente de menores, los cuales hoy muchos son adultos, “determinados” en sus decisiones por lo que podrían ser las hiper industrias de la memoria que menciona Stiegler.

No sé si el senador impulsor de esto, Girardi, lo realiza por omisión, o por réditos políticos sobre lo sensacionalmente pionero que se percibe lo propuesto. La discusión queda abierta, pues seguirán cambiando muchas cosas antes de que se ejerza la mencionada ley, a menos que alguien se atreva a demandar hoy de acuerdo a los ejemplos que menciono más arriba.