En medio de una ciudadanía que exige un Estado más eficiente, el empleo público en Chile sigue expandiéndose sin que ello se traduzca en mejores servicios.
A septiembre de 2025, la dotación estatal llegó a 534.807 cargos efectivos, creciendo un 10,8% anual. Aunque buena parte de este aumento se explica por los Servicios Locales de Educación Pública -incluso excluyéndolos-, la administración central sigue sumando miles de funcionarios cada año.
Este crecimiento forzado revela un problema estructural: el régimen de empleo público está obsoleto. El Estatuto Administrativo -diseñado para sostener una burocracia profesional y estable-, se ha ido desfigurando. Las plantas se congelaron, mientras que las contratas y honorarios crecieron sin control. Muchos llevan más de una década en cargos “transitorios” pero con estabilidad de facto gracias a la jurisprudencia que creó la “confianza legítima”.
A ello se suma un sistema de evaluación que perdió sentido. En 2024, 201 de 204 servicios públicos obtuvieron el 100% de la bonificación por desempeño, y casi todos los funcionarios fueron calificados como “sobresalientes”. En estas condiciones, la meritocracia es imposible: sin evaluaciones reales, la carrera funcionaria se vuelve una ficción y las decisiones terminan guiadas por la discrecionalidad.
Las consecuencias son visibles: contrataciones duplicadas, fiscalización débil, mayores costos y una burocracia en expansión que no mejora su rendimiento.
La ciudadanía lo siente en retrasos, trámites lentos y servicios que fallan en momentos críticos. No estamos frente a un problema presupuestario, sino ante un diseño institucional que ya no funciona.
Urgencia de reforma
El consenso técnico es amplio. Desde hace años, centros de estudio, académicos y organismos internacionales coinciden en la urgencia de una reforma profunda del empleo público.
Esa reforma debe partir por delimitar con claridad los cargos de carrera y los de confianza política; restablecer el mérito como principio rector del ingreso y ascenso; introducir movilidad funcional y geográfica; definir un régimen de egreso claro y evaluar si corresponde armonizar parte del empleo público con el Código del Trabajo, manteniendo resguardos propios de la función estatal.
El obstáculo, sin embargo, ha sido siempre político: enfrentar a asociaciones de funcionarios, asumir paros o tensiones internas, y sostener reformas que no rinden frutos inmediatos.
Pero seguir postergando el problema tiene un costo mayor: un Estado que crece sin mejorar, que gasta más para hacer lo mismo (o menos) y que pierde capacidad de respuesta frente a las necesidades de los ciudadanos.
Reformar el empleo público ya no es una opción técnica: es una exigencia ética y democrática. Si queremos un Estado que funcione, primero debemos corregir un sistema que hoy se hunde bajo su propio peso.
Pablo Pérez
Economista del Instituto Libertad