Imagen de contexto | Freepik

Infancias dopaminérgicas: educar en un mundo que sobreestimula

Por Tu Voz

30 julio 2025 | 15:29

Tu hijo ya no se aburre. Y eso, que a primera vista parece un alivio, en realidad preocupa.

Por: Gonzalo Morales
Biólogo y profesor

Hoy, muchos niños pasan buena parte de su día entre pantallas, estímulos brillantes, rápidos y notificaciones constantes. Todo parece estar diseñado para evitar cualquier momento de vacío. Pero el aburrimiento no es una falla: es una necesidad. Es ahí donde la creatividad despierta, donde el cuerpo y la mente se conectan consigo mismos.

Lo que antes llamábamos simplemente “jugar” —explorar, imaginar, construir con lo que haya a mano— hoy es desplazado por una avalancha de entretenimiento digital que cautiva, pero también condiciona profundamente el desarrollo cerebral.

Desde la neurociencia sabemos que los primeros años de vida son críticos para la formación del cerebro. Durante este período, se crean y eliminan conexiones neuronales a una velocidad impresionante. Este proceso, conocido como poda sináptica, permite que el cerebro se especialice en función de la experiencia. Si lo que predomina en el entorno infantil son estímulos inmediatos, recompensas fáciles y constantes cambios de foco, entonces eso es lo que el cerebro aprende a priorizar: lo rápido, lo nuevo, lo superficial. No lo profundo, lo lento, lo sostenido.

El sistema dopaminérgico

El sistema dopaminérgico, que regula la motivación, el placer y la búsqueda de novedad, es particularmente sensible durante la infancia y la adolescencia. La exposición temprana y excesiva a pantallas —especialmente aquellas diseñadas para mantenernos enganchados, como videos cortos, aplicaciones infantiles hiperestimulantes o videojuegos con sistemas de recompensa— puede alterar el equilibrio de este sistema.

No se trata de una metáfora: múltiples estudios han mostrado que este tipo de estimulación modifica la forma en que los niños perciben la realidad, gestionan la espera y enfrentan la frustración. Investigaciones recientes del National Institutes of Health y universidades como Stanford y Harvard han demostrado que el uso intensivo de pantallas en menores está asociado con dificultades atencionales, impulsividad, alteraciones del sueño, irritabilidad e incluso cambios estructurales en áreas cerebrales clave para la autorregulación.

Y, sin embargo, estas formas de estimulación no se limitan al hogar. En las escuelas, muchas veces celebramos la incorporación de tecnología sin cuestionar su propósito o su impacto real.
Digitalizar el aula no es sinónimo de modernizarla. Entregar tablets y proyectores no garantiza mejores aprendizajes, especialmente si el modelo pedagógico sigue centrado en la repetición mecánica, la pasividad y la sobrecarga de información. A veces, lo digital solo amplifica lo que ya está fallando.

Lo más preocupante es que esta forma de habitar la infancia se ha vuelto la norma. Se patologiza la atención, se medicaliza el movimiento, se etiqueta a los estudiantes como “distraídos” o “desafiantes”, cuando en realidad muchas veces solo están reaccionando a un entorno que los sobrecarga y no los escucha. El problema no es el niño: es el ecosistema.

¿Significa esto que debemos eliminar el uso de pantallas?

No. Sería ingenuo e impracticable. Vivimos en una era digital, y la tecnología bien utilizada puede ser una gran aliada para el aprendizaje, la inclusión y la creatividad. Pero para eso necesitamos cambiar el foco: pasar de la cantidad a la calidad, del consumo pasivo a la participación activa, de la hiperestimulación a la experiencia significativa.

Necesitamos que las decisiones sobre tecnología en educación estén guiadas por la pedagogía, no por la industria. Y que como sociedad reconozcamos que el bienestar infantil no es un tema privado: es una responsabilidad colectiva.

Recuperar la infancia no es volver al pasado, sino mirar críticamente el presente. Necesitamos defender el juego libre, el contacto con la naturaleza, el aburrimiento fértil. Es en esos espacios donde los niños aprenden a escucharse, a pensar, a imaginar. Es ahí donde la mente se ordena, donde se cultiva la paciencia, la empatía, la atención plena. Estos no son lujos ni caprichos: son condiciones para una vida sana, para un desarrollo equilibrado, para una ciudadanía consciente.

Porque lo que está en juego no es solo la salud mental de las próximas generaciones, sino el tipo de cultura que queremos construir: una que valore el tiempo, la presencia y la capacidad de estar con otros de manera profunda.