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El Estado chileno como instrumento de expoliación

Por Tu Voz

18 julio 2025 | 09:23

Frédéric Bastiat no es un autor de moda. No suele ser citado en debates contemporáneos. Sin embargo, su obra breve y lúcida –particularmente La Ley (1850)– guarda una vigencia inquietante como advertencia para Chile. Leída con atención, ofrece un diagnóstico moral y político que permite comprender fenómenos que muchas veces confundimos con errores administrativos, pero que en realidad expresan algo mucho más profundo: una degradación de la función del Estado como garante del bien común.

Bastiat sostenía que la ley, concebida para proteger la libertad, la prosperidad y la vida, podía ser pervertida hasta transformarse en un instrumento de saqueo legal. Esta idea excesiva se vuelve difícil de refutar cuando se observa el modo en que el aparato estatal chileno ha sido capturado por redes y mecanismos institucionales diseñados para transferir recursos desde quienes los producen hacia quienes poseen poder político o cercanía con él.

El caso convenios –con sus más de 90 mil millones de pesos traspasados a fundaciones afines al oficialismo– no es simplemente un episodio de corrupción. Es algo más grave: es una estructura de redistribución espuria legitimada por mecanismos formales, que desdibuja el límite entre lo legal y lo ilegitimo. En los términos de Bastiat, se trata de un ejemplo perfecto de saqueo legal: no es robo a escondidas, sino que el desvío de recursos públicos amparados en normas y procedimientos que, lejos de proteger a los ciudadanos, han sido diseñados para beneficiar a unos pocos. El problema no está en la excepción, sino en el diseño.

A ello se suma las más de 25 mil licencias médicas utilizadas para funcionarios públicos para vacacionar con un gasto equivalente al costo de tres hospitales como el del Salvador. Bastiat ya había anticipado: cuando el aparato estatal permite que ciertos grupos vivan del trabajo ajeno sin contrapartida alguna, se configura una aristocracia nueva, una aristocracia parasitaria que no necesita justificación más allá de su propio discurso. No es una aristocracia de mérito ni de responsabilidad, sino de privilegio y victimismo. Su legitimidad no proviene del servicio, sino de la autocomplacencia.

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Esta misma aristocracia con viajes parlamentarios al extranjero. Diputados que, en medio de una crisis nacional, económica, sanitaria y de seguridad, deciden ausentarse de sus funciones para participar en actividades internacionales de dudosa relevancia, con fondos públicos. Más allá del gasto –que ya es problemático en sí mismo– lo grave es el mensaje: una elite política que se ha disociado de la realidad de los ciudadanos a quienes dice representar.

Todo esto ocurre mientras el congreso decidía aumentarse las asignaciones parlamentarias en el 2024, justo cuando el ingreso disponible de los trabajadores cae por efecto de la inflación. ¿Quién fiscaliza ese aumento? Un comité de parlamentarios. La autorregulación se vuelve parodia, legisladores legislándose a sí mismo. La Ley, que debería ser límite, se transforma en coartada de saqueo.

Finalmente, el debate sobre el gasto fiscal revela la paradoja con la que convivimos: el Estado crece, pero los ciudadanos no sienten ese crecimiento en su calidad de vida, el gasto social no llega a sus beneficiarios, se pierde entre capas burocráticas, ineficiencias y desviaciones.

Bastiat escribió con agudeza:

    “El estado es esa gran ficción por la cual todos tratan de vivir a expensas de todos los demás”.

En lugar de proteger al ciudadano, el Estado se vuelve su depredador.

Por Susan Vidal
Ingeniera Analista de Estrategias Políticas