“Mi papito, mi papito”, corría por Bernardino Parada gritando mientras las lágrimas ahogaban su voz hasta apagarse en los brazos de una vecina -que como pudo la sostuvo consolándola- en medio de esa dramática escena.

A sus cortos 9 años, era víctima y testigo de una crueldad infinita de quienes sin cuestionarse apretaron el gatillo en múltiples oportunidades. Un crimen sustentado en el engaño que se transforma en un brutal desprecio a la vida, propio de quienes no tienen ninguna norma ni límite, menos aún temor siquiera a la acción eficaz de la justicia.

Porque hoy en día el crimen organizado, en muchos sectores y barrios completos, actúa con absoluta impunidad y finalmente el costo de la delincuencia lo están pagando los niños.

Víctimas aleatorias

En 2022, 54 niños fueron víctimas del delito, por otra parte, sólo el primer semestre de 2023, 38 niños habían fallecido por el mismo motivo, con una proyección a fin de año que probablemente superará los 70 niños y el año 2024 estamos observando que esta tendencia se sostiene e incluso puede crecer dramáticamente.

Cuatro de cada 10 niños que fallecen como consecuencia del delito son víctimas aleatorias, es decir, se encontraron en la trayectoria de una bala loca o en medio de una disputa territorial de bandas.

Hoy el crimen organizado erosiona los espacios protectores de la niñez: en la familia, en la escuela y en la comunidad. Lo hace cuando padres y cuidadores no pueden ejercer adecuadamente una crianza con las herramientas que hoy día demanda la realidad que les afecta, cuando observan impávidos a sus hijos beber alcohol o fumar un pito. También cuando no conocen los nuevos amigos que los llevan a entrar en contacto con estos grupos delictivos o, cuando queriendo hacer algo, buscan apoyo en algún programa de salud mental, pero no encuentran cupos disponibles, como tampoco los hay para muchas otras prestaciones urgentes para el bienestar familiar.

El crimen penetra en aquellos lugares en donde los niños siempre fueron protegidos, lo hace cuando la violencia se normaliza en el entorno escolar, cuando la Tussi llega a la sala de clases, las benzodiacepinas se venden en la feria o cuando un arma modificada puede ser adquirida por menos de $50 mil en la cola de una feria.

Lo hace porque nuestra respuesta ha sido débil, muchas veces privando del derecho a la educación, al espacio público para -en una suerte de autocuidado institucionalizado- no exponernos ni exponer a nuestros hijos ante un funeral narco, donde finalmente son los criminales los que terminan decidiendo cuándo ir al colegio o jugar una pichanga en el barrio.

Agenda Temprana de Prevención Social

No hay ningún derecho que se ejerza al interior de una comunidad cuando no hay control del orden público y cuando no es la norma ni la ley la que lo garantiza, sino aquellos que por la fuerza toman el control y las vidas de quienes son verdaderamente secuestrados en sus casas.

Como sociedad no podemos ser indiferentes al dolor de una niña que ha perdido a su padre de una manera tan violenta.

Debemos levantar con fuerza una Agenda Temprana de Prevención Social que vuelva a fortalecer los espacios protectores que jamás debieron ser permeados por el crimen organizado.

Cada brecha de protección que hoy estemos ignorando, va a ser aprovechada por las organizaciones delictivas y el costo lo seguirán pagando nuestros niños.

La niñez enfrenta una crisis sin precedentes donde los factores de riesgo emergen con una fuerza lapidaria, paradójicamente con una institucionalidad que durante los últimos años ha avanzado en reconocerla y en especializar los servicios y prestaciones que el Estado se ha comprometido a mejorar para fortalecer su protección.

Estamos llegando tarde. No podemos seguir igual.

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