En las últimas semanas, imaginamos que, debido al nuevo inicio del año escolar, se ha multiplicado las columnas y las editoriales de distintos medios dedicados a la educación. El interés es innegable, pero las perspectivas muy acotadas.

A este propósito, consideramos que es necesario replantear la discusión sobre la educación -particularmente en el escenario de una nueva Constitución – en el ámbito que le corresponde, vale decir poner al centro la pregunta sobre qué sociedad queremos construir desde el seno de las aulas de las escuelas, liceos y universidades.

Esto sin duda es pensar en: las personas, las nuevas generaciones, la cultura, los “haceres” y el espacio que habitamos, el futuro del país. Reducir la discusión educacional a una supuesta disputa entre instituciones hoy existentes en Chile; a modos de financiamiento o propiedad de los establecimientos; o a la maniquea y falaz dicotomía entre establecimientos estatales y privados, es reducir la educación, la columna vertebral del desarrollo humano y cultural de un país, a la economía. Por supuesto que los recursos pecuniarios son requeridos, son medios para llevar a cabo un proyecto… pero hay que tener el proyecto primero.

La educación ha sido el pilar cardinal de las diferentes sociedades y grupos humanos. Hablar de educación es hablar de dos grandes impulsos humanos potentes y centrales en el desarrollo civilizatorio, por una parte, la educación transmite la manera cómo una sociedad preserva, traspasa y enriquece el acervo cultural que la caracteriza como comunidad humana habitando un determinado espacio, por otra parte, la educación transforma, vale decir mejora, modifica, innova y crea mejores maneras de hacer las cosas, devela y permite una mejor comprensión del propio devenir histórico de los seres humanos y la sociedad.

Así las cosas, la educación involucra no sólo el cómo entregamos herramientas para que las nuevas generaciones recreen la democracia y las instituciones, para que entiendan y aborden los desafíos de convivencia que el siglo XXI demanda, sino que amplía los bordes y horizontes en que la propia existencia humana se puede llevar a cabo y conservar.

Es perentorio, entonces, que la educación aborde los desafíos del medio que nos rodea y en el que vivimos, cómo entendemos y dominamos las técnicas y los saberes contemporáneos de modo que la naturaleza y el medio ambiente puedan seguir nutriéndonos y haciendo posible el agua y el aire que bebemos y respiramos. Más desafiante aún, educar en el respeto a las diversidades, haciendo posible la vida común y colectiva superando las desconfianzas y la tendencia a los grupos aislados y excluyentes.

En fin, educar en la valoración mutua, en la conciencia de que lo peor que una persona puede hacerle a otra es humillarla. La humillación puede tener muchas expresiones, una de ellas es tener una educación de 12 años y apenas comprender lo que se lee, o hacer cálculos matemáticos básicos que solo alcancen para contar el vuelto de una compra en la feria.

Una educación para el siglo XXI, involucra formar personas integrales, socializarlas como ciudadanas, y dar las herramientas para que contribuyan desde diferentes lugares a esa tarea.

Entender la educación como un espacio de competencia entre (empresarios) privados e instituciones estatales y así reducir la discusión educacional a qué “sector” de esa economía debe privilegiarse, creemos que es un muy mal comienzo.

Comencemos definiendo qué educación queremos para las generaciones futuras, qué importancia le asignamos a la educación en el conjunto de las actividades de una sociedad, qué rol le asignamos a quienes dedican su vida a formar a las nuevas generaciones. Después de eso, podemos conversar cómo los economistas y el país se responsabilizan por desarrollar este aspecto central para la vida del país.

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