Las actuales movilizaciones feministas se toman las universidades, la calles, la agenda y la discusión pública. En este contexto, han redundado las explicaciones que atribuyen las demandas feministas a una vertiginosa modernización del país. El reclamo de las mujeres contra la violencia y la discriminación sería, de acuerdo a varios analistas, signo de cambios culturales producidos gracias a los procesos de modernización de los últimos treinta años, así como del desajuste entre expectativas y subjetividades modernas y estructuras conservadoras y machistas que perviven como residuos de un pasado que se resiste a desaparecer. La lucha de las mujeres se interpreta entonces como externalidad positiva de la modernización.

Podemos concederle a estos interlocutores un punto: efectivamente, Chile ha sufrido un intenso proceso de modernización en las últimas décadas. Sin embargo, habría que aclarar que se trata de una modernización neoliberal y conservadora que, si bien ha provocado una ampliación del acceso al consumo -a costa de altos niveles de endeudamiento para la población-, ha generado acentuadas desigualdades e injusticias. La educación superior, escenario del actual conflicto, es un claro ejemplo de ello: la masificación del ingreso a la universidad, signo inequívoco de modernización, genera nuevas formas de segregación social y de reproducción de las divisiones sexuales del trabajo y el sexismo. En nuestro sistema educativo, sabemos, hay universidades para las élites y universidades para las masas y hay también carreras para las élites masculinas -las más prestigiosas y mejor pagadas- y carreras para mujeres -mayormente precarizadas y orientadas a los servicios y cuidados. Esta lógica de desigualdades y segregación se repite en el mercado laboral, en la salud, en las pensiones, etc., y el malestar que esto provoca en sectores de la población, hace años ha comenzado a expresarse y a organizarse.

Miradas así las cosas, el feminismo que emerge muestra un sentido mucho más disruptivo del que están dispuestos a concederle las y los defensores de la modernización neoliberal y que buscan delimitarlo a una lucha por mejoras acotadas y por más derechos individuales, liderada por jóvenes y privilegiadas mujeres de clase media/alta. El feminismo que está estallando es más complejo y va más lejos, pone en cuestión las desigualdades sociales que se asientan en las naturalizadas divisiones sexuales del trabajo (contra un modelo de pensiones que precariza a las mujeres desde NO + AFP), la intensa violencia social e institucional hacia las mujeres y las disidencias sexuales (no sólo protocolos, sino otra educación pública para que haya educación no sexista desde el Movimiento Estudiantil Feminista) y, en un sentido más amplio, deja expuesta la imposibilidad de la democracia y de la libertad en un orden social en que los intereses empresariales determinan la política y la vida social completa.

La democracia restringida que es puesta en cuestión por el movimiento feminista está marcada por la privatización y mercantilización de los derechos sociales sostenida y profundizada principalmente por los gobiernos de la Concertación / Nueva Mayoría en los últimos treinta años. El llamado “Estado subsidiario” no sólo modeló una concepción individualista de los derechos, renunciando a establecer derechos sociales universales garantizados para toda la población, sino que también promovió su extensa privatización y el traspaso enormes cantidades de recursos públicos a empresas privadas prestadoras de servicios sociales. Este modelo de Estado produce y reproduce la desigualdad social y sexual al tiempo que asegura nichos de acumulación para las empresas. Si miramos las trabas impuestas a la ampliación de los derechos de las mujeres en favor de las clínicas privadas, como se evidencia en el protocolo de objeción de conciencia institucional, tenemos el cuadro completo de la estrecha trabazón entre mercantilización de derechos sociales, intereses empresariales, conservadurismo misógino y reproducción de las desigualdades sociales y sexuales. Se aprecia así cómo la modernización neoliberal, aunque tolera el avance formal en derechos políticos para las mujeres y promueve su incorporación creciente al mundo laboral y político, no solo no extingue las políticas segregadoras y discriminatorias que organizan a la sociedad sino que las reproduce y profundiza. Por eso la política transicional no pudo izar más que como banderas de igualdad de oportunidades, las demandas del feminismo.

La actual movilización feminista se sitúa en oposición a esa democracia restringida. Lo limitado y cooptado del espacio de deliberación democrática en nuestro país contrasta con un movimiento feminista que tiene la potencialidad de, en su avance y maduración, articular a mayorías históricamente excluidas como las mujeres, así como también a nuevos sectores sociales segregados y precarizados como consecuencia de la modernización neoliberal. El feminismo, por tanto, es imprescindible para las fuerzas como el Frente Amplio que deben trabajar por abrir un nuevo ciclo político, pues éste encarna y proyecta una larga lucha colectiva por redefinir los términos de la humanidad, y para eso requiere de nuevas formas políticas. Las formas de resolución política y de imaginación de la transición – la cocina, las mesas sin las actorías de la sociedad, o la re-edición de viejos proyectos sancionatorios o de emparejamiento de la cancha- son incapaces de interpretar las demandas de un movimiento que promueve un nuevo pacto de sociedad sin humanidades de segunda clase.

El feminismo revitaliza los horizontes de transformación social y la política debe aprender de aquello.

Camila Miranda Medina
Directora
Fundación NODO XXI

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