A estas alturas ya conocemos la historia oficial: Jeannette Jara y José Antonio Kast pasan a segunda vuelta, el Congreso queda fragmentado y la elección se narra como un duelo de modelos. Orden duro versus continuidad del gobierno, libre mercado versus Estado social.
En medio de esa película, casi un 20% del electorado se fue por otro lado. Franco Parisi volvió a instalarse en un tercer lugar fuerte y, otra vez, “nadie lo vio venir”.
No es solo un problema de encuestas. Es un problema de foco. Después de la elección, buena parte del análisis se fue contra los números -los muestreos, los márgenes de error, los sesgos de no respuesta- como si afinando la metodología bastara para “arreglar” el fenómeno Parisi.
Pero el punto no es solo que las encuestas midan mal, sino que los políticos profesionales, los comandos y sus consultores han estado mirando otra pantalla. Le preguntan a la gente por izquierda y derecha, por la aprobación de gobierno, por modelo de desarrollo, y casi nunca por lo que realmente ordena la vida cotidiana: cuánto alcanza, cuánto falta, qué duele pagar. Si las preguntas están mal planteadas, los instrumentos podrán mejorar, pero van a seguir ciegos en lo esencial.
En 1992, en la campaña de Bill Clinton, el asesor James Carville escribió en un pizarrón tres frases para no perderse. La más famosa fue “It’s the economy, stupid”. No era un insulto al votante, era un recordatorio para la propia campaña: dejen de conversar entre ustedes sobre lo que a ustedes les interesa y miren lo que a la gente le importa.
Treinta años después, si uno mira la elección chilena con esa frase en la cabeza, la traducción incómoda no es “es el modelo” ni siquiera “es la seguridad”. Es más pedestre: “es el bolsillo, no el modelo, estúpido”.
Y el que se comportó como si de verdad creyera eso fue Parisi.
Mientras el eje principal se ordenaba entre un voto duro de izquierda que se aferra al gobierno -el voto Jara- y una derecha dura que ofrece orden y castigo -el voto Kast-, Parisi se corrió a otra dimensión.
Los 30 economistas top del equipo de Evelyn Matthei hablaban en siglas de macroeconomía: atraer inversión, crecimiento, inflación, Imacec. Parisi, en cambio, no entró ahí: sin usar tecnicismos, no disputó quién administra mejor el modelo, sino quién se hace cargo más rápido de la angustia de fin de mes.
Parisi no le habló a los mineros sobre educación para sus hijos en el primer debate en el norte, les habló de bonos, arreglar la camioneta y “enchular a la vieja”. Y pareciera ser que eso es lo que quiere la gran masa de los votantes obligados. La paradoja está en que lo que la mayoría quiere, no siempre le hace bien a la economía. Este es el caso.
Mecanismo de transmisión
Si uno mira la oferta de los “grandes”, la lógica es parecida, aunque varíe el signo.
Jara habla de consolidar derechos, mejorar la PGU, empujar un ingreso vital a $750 mil, todo dentro de un relato de continuidad y “crecimiento con justicia”.
Kast ofrece un ajuste fiscal fuerte, bajar impuestos a las empresas, menos regulación y más inversión, con la promesa de que eso se traducirá en empleo y salarios mejores más adelante.
Matthei se ubicó en una versión más moderada de esa ortodoxia: recortar gasto ineficiente, destrabar proyectos, crecer al 4%, crear cientos de miles de empleos formales.
En todos esos casos, el mecanismo de transmisión al ciudadano común es de varios pasos: cambio reglas, ordeno el Estado, atraigo inversión, crecemos más, eso genera empleo y, al final, tu bolsillo mejora. Tiene lógica, pero pide tiempo y confianza.
Parisi, en cambio, saltó por encima de esa cadena. Antes de la primera vuelta le habló al bolsillo. Ayer, en los matinales, resucitó la pizarra y llamó a su electorado a no dejar que ganen los cuicos.
Su discurso se concentró en impuestos muy concretos que aparecen en la vida diaria y que las familias pueden identificar como su propia microeconomía: el IVA que pagan en remedios, el IVA en los alimentos, las contribuciones de la casa, el TAG en la autopista. Donde otros discutían tasas de primera categoría, él proponía eliminar impuestos de elementos tangibles en un lenguaje sencillo, instaló mensajes clave y los explicó a través de ejemplos y analogías cotidianas en un discurso que reniega de la política sectorial, con “ni facho ni comunacho” como eslogan.
Entre la promesa de que el PIB va a crecer al 4% y la promesa de que la próxima vez que compres un medicamento no pagarás el 19% extra, la segunda es mucho más fácil de imaginar. Entre la idea de “recuperar la confianza de los mercados” y la idea de que dejarás de pagar contribuciones cada cuatro meses, la segunda se entiende sin gráficos.
La política tradicional tiende a mirar eso con desdén. Se etiqueta al voto Parisi como “populista”, “irracional”, “apolítico”. Algo que estaría por debajo de la discusión seria sobre modelos, Constitución, democracia liberal.
Pero si miramos la trayectoria reciente, la distancia entre lo que discuten las élites y lo que siente la gente no es nueva. Durante el estallido social, lo que se leía en los carteles en las marchas era la rabia contra pensiones miserables, sueldos bajos, deudas, transporte caro, listas de espera. La demanda era por $30, no por un cambio de Constitución. Esta existía, pero circulaba sobre todo en partidos, ONG, académicos y dirigentes con trayectoria. Era una salida institucional pensada desde arriba, no una consigna masiva en la esquina del paradero.
Sin embargo, el sistema entero se ordenó alrededor de esa salida. Tuvimos dos procesos constituyentes, dos textos rechazados, dos reformas fallidas. Años de energía política invertida en discutir la arquitectura del modelo, mientras para muchos el problema seguía llamándose pensión, deuda, arriendo, remedio. La solución fue constitucional; la experiencia cotidiana siguió esperando el alivio.
Problema del futuro
Con Parisi pasa algo parecido, pero a la inversa. Mientras buena parte de la conversación se reordenaba otra vez en torno al modelo -esta vez bajo la forma de “orden versus desorden”, “populismo versus responsabilidad”-, él decidió quedarse en el nivel de la boleta. No se subió a la épica del modelo, se aferró a la aritmética del mes.
Y no solo en contenido, también en canales de comunicación.
Mientras Jara, Kast, Matthei y ME-O apostaban a debates televisivos, franjas y entrevistas dominicales, el PDG operaba en streaming, en redes, en grupos digitales donde se habla de cosas concretas a través de ejemplos: impuestos, TAG y deudas en un tono que se parece más a la sobremesa que a un seminario.
Ese ecosistema paralelo tiene un público propio: la gente que se siente fuera de la política tradicional, pero no fuera de los problemas económicos. No hay que olvidar que Parisi se hizo conocido no por sus papers ni un rol destacado como académico, sino por explicar economía financiera en una pizarra al estilo Bonvallet los domingos por la tarde en La Red.
El mapa lo refleja: el casi 20% de Parisi se concentra en comunas donde el malestar económico es más agudo -norte con vivienda y servicios caros, zonas con campamentos, regiones donde la migración duplica la tasa nacional, empleo precario, periferias urbanas donde el TAG, la bencina y la micro se sienten como otro impuesto-. En esos lugares, un discurso que promete devolver IVA, terminar con peajes urbanos o matar contribuciones no suena a programa fiscal, suena a respiro. No es un voto de castigo, es una solución al problema actual.
Lo de Parisi es posteable en Instagram, pero no es una buena solución. Quitar IVA masivamente, eliminar contribuciones y relajar cobros sin un plan robusto de reemplazo fiscal pone en riesgo la misma capacidad del Estado de financiar aquello que también importa al bolsillo -salud, educación, pensiones-, de manera menos visible, pero a largo plazo. Es proponer postergar un problema hacia el futuro, cuando la ciudadanía está en modo emergencia.
Si reducimos el voto Parisi a una excentricidad, nos volvemos a equivocar de pregunta.
La pregunta no es por qué Parisi “no pasó” a segunda vuelta. La pregunta es cómo, en una elección dominada por seguridad y migración, un candidato que prometía bajar cuentas aquí y ahora estuvo a pocos puntos de disputar el balotaje.
Y, sobre todo, qué dice eso de la conversación que las élites insisten en tener entre sí.
La política chilena lleva años concentrada en palabras grandes -modelo, régimen, hegemonía, refundación, restauración-. Todo eso tiene importancia y consecuencias reales. Pero mientras esa conversación no se ancle en cosas cotidianas -el precio de un tratamiento médico, la cuenta de la luz, el arriendo, el “sueño de la casa propia”, el impuesto que pagas sin saberlo-, va a seguir habiendo espacio para alguien que llegue a decir lo obvio con mala leche: es el bolsillo, no el modelo, estúpido.
No como insulto a quienes votan, sino como recordatorio incómodo para quienes hacen política profesional de dónde se está librando, en realidad, la próxima sorpresa electoral.