Un viejo chiste de los partidos de izquierda en la época que caía el Muro de Berlín y los alemanes huían del paraíso socialista para tener blue jeans occidentales e ir a discos, decía que el problema era que el pueblo estaba equivocado. Lo atribuían a que escuchaba demasiada propaganda occidental y no se ilustraba leyendo los manuales marxistas. Por ello la solución a los problemas de la sociedad era cambiar al pueblo.
Algo así se masculló después de los últimos resultados de la nueva encuesta del Centro de Estudios Públicos (CEP) que mostró un país que ya no teme pronunciar la palabra orden, que reclama autoridad y que empieza a mirar con nostalgia los liderazgos fuertes.
En dicho estudio, solo el 47% declara que la democracia es siempre preferible a cualquier otra forma de gobierno, mientras un 25% cree que en ciertas circunstancias un régimen autoritario puede ser mejor. Sin duda que el pueblo está equivocado al preferir los dictadores a la dulce democracia y sus partidos políticos. Después de 6 años seguidos de elecciones, el pueblo se saturó y ahora quiere un Diego Portales en modo Tik Tok. O peor aún, un Pinochet vestido de civil, y sin perlas en la corbata.
Lo que muestra la CEP no es una anomalía estadística, sino una ley física aplicada a la política: la tercera ley de Newton. Plantea literalmente que a cualquier fuerza que se aplica sobre un objeto le sigue una de igual magnitud y signo contrario. A la revuelta que iba a cambiar los 30 años y devolver los 30 pesos, le sucedió una demanda de orden. A la utopía, la nostalgia del control. Si la Convención Constitucional fue la expansión máxima del idealismo reformador —esa aceleración moral sin masa crítica—, esta ola autoritaria es su reacción simétrica.
La sociedad, al igual que un cuerpo sometido a tensión, reacciona empujando en sentido opuesto hasta recuperar el equilibrio perdido. Años atrás, cuando murió el dictador, la contraportada del The Clinic mostró su cuerpo en la urna, con un ojo azul semiabierto y diciendo en su tono de huaso ladino “cuidaíiiito”. Ahora tiene los dos ojos abiertos gracias a la nostalgia del pueblo equivocado.
Después de los impulsos reformadores de la generación moralmente superior el 63% de los chilenos cree que el país está en decadencia, y un 61% califica la situación política como mala o muy mala. Esa percepción no proviene del “engaño mediático” ni de la “desinformación digital” que algunos aún invocan, sino de un desgaste real.
Cuando las promesas de transformación terminan en desastres, la gente busca a quien imponga orden, aunque sea con mano dura. Así, más de la mitad de los encuestados (54%) prefiere suprimir libertades para controlar la delincuencia, y crece el apoyo a un “líder fuerte sin Congreso ni elecciones”. No es amor al autoritarismo: es reacción a la borrachera de estos años.
Gramsci escribió que “la crisis consiste precisamente en que lo viejo muere y lo nuevo no puede nacer”. Chile vive en ese interregno. Los partidos que están hoy en el oficialismo, para complacer a la calle en los días del estallido y a las redes sociales, demolieron los viejos consensos —las certezas institucionales, el lenguaje común, los símbolos compartidos— sin lograr reemplazarlos por algo reconocible.
En ese vacío, el orden aparece como valor, no como opresión. Y lo que Newton describió como acción y reacción se traduce aquí en hegemonía y contrahegemonía: cada intento de redención política engendra su propio reflejo autoritario.
Por eso, las Fuerzas Armadas, Carabineros y la PDI son hoy las instituciones más confiables del país (sobre 60%), mientras el Congreso y los partidos sobreviven en un dígito. La democracia se erosiona no por la nostalgia de Pinochet, sino por la fatiga con la incertidumbre. Cuando la izquierda en el poder parece incapaz de garantizar lo básico —seguridad, justicia, previsibilidad—, la libertad es un lujo entregable a cambio de lo básico.
La izquierda comete el mismo error que criticó durante años: cree que el pueblo debe adaptarse a su relato, y no al revés. Se aferra a su moral como si fuera la última barricada, mientras la ciudadanía, pragmática y cansada, se mueve en dirección opuesta.
Son felices escuchando la canción El Necio de Silvio Rodríguez, pese a que en su isla hay luz solo 2 horas al día, no se recoge la basura y aparecen enfermedades que solo se conocían al interior de África. Un dato interesante es que Silvio tocó por primera vez esa canción en público en el duro verano cubano de 1989, pocos días después del juicio al General Ochoa, el único disidente con poder de cambiar las cosas que ha tenido Cuba, y pocos días antes que en cadena nacional Fidel Castro anunciara el inicio del Período Especial.
Hoy es más cómodo —como advertía Silvio— “morir como se ha vivido” que enfrentar la tarea incómoda de hacer crecer la economía y hacer valer el Estado de Derecho. Es cierto, que el gobierno de Boric, después de la derrota del plebiscito de 2022, dejó de jugar a lo perdido y aceptó que los valores no pagan las cuentas, pero lo hizo tarde y con culpa.
En lo cultural y en las formas, siguen al ritmo del trovador: buena poesía sin resultados, épica sin eficacia. Mientras el 54% de los chilenos declara que se deben suprimir libertades para controlar la delincuencia, el oficialismo continúa hablando de derechos, inclusión y memorias. Es el eco nostálgico de una generación que aún canta consignas en una sociedad que, harta del desorden, solo quiere silencio y autoridad.
En ese escenario, José Antonio Kast y Johannes Kaiser no son una anomalía, sino la consecuencia inevitable del ciclo político que comenzó con la Convención. Son los restauradores del orden, los herederos naturales del miedo que otros sembraron. En la física política de Chile, ellos representan la reacción con signo contrario: donde hubo exceso de identidades, proponen unidad; donde hubo desborde, promueven control; donde hubo frivolidad, ofrecen mano dura.