La vida prospera porque cambia. Las especies sobreviven cuando mutan, se adaptan y responden al entorno. La naturaleza premia la variación y castiga la inercia, llevándola a la extinción. Las universidades no son distintas: también son organismos vivos, compuestos de ideas, personas y estructuras. Sobreviven cuando se adaptan, aprenden y generan variaciones fecundas; pero cuando se aferran a la inercia, comienzan a degradarse. En esa frontera, que separa la evolución de la extinción, una autoridad con liderazgo legitimado-no autoritario- es decisivo. La mala noticia es que, en la Universidad de Santiago de Chile, ese tipo de autoridad hoy no existe.
La ausencia de una autoridad capaz de actuar y dialogar con franqueza no solo descoordina: erosiona la cohesión y la capacidad de supervivencia de cualquier comunidad. Una autoridad legítima y abierta al diálogo constructivo es un deber estructural. Cuando esa función se diluye, el vacío lo ocupan la anarquía o minorías que imponen su agenda. Sin esa función reguladora, sociedades y universidades terminan en desgaste interno: conflictos sin conducción, agotamiento de recursos y, en los casos severos, su desaparición como comunidades significativas.
La extinción no es de un día para otro, es gradual. Mientras instituciones privadas digitalizan su gestión, renuevan su oferta, atraen talento y multiplican alianzas, la USACH parece estancada. En el Ranking THE de 2026, la universidad figura en el tramo 1501+. En la edición 2021 aparecía en 1001+. La investigación pierde fuerza: hay menos proyectos y equipos; los incentivos se diluyen.
Académicos de calidad se han ido y cuesta cada vez más atraer a otros, sobre todo en áreas estratégicas. La selección de estudiantes se vuelve más difícil en un sistema competitivo y heterogéneo. La docencia se sostiene por convicción y oficio, pero choca con la sobrecarga y la falta de apoyo. La calidad de vida de la comunidad se deteriora entre trámites interminables, incertidumbre institucional y un clima cada vez más opaco, donde la desconfianza y el temor reemplazan al diálogo y la colaboración.
La falta de liderazgo no se traduce en ausencia de planes, sino que de conducción. Estrategias, modelos y documentos hay; lo que falta es que guíen las decisiones. ¿Qué estrategia efectivamente orienta nuestras prioridades? ¿Qué modelo de desarrollo se traduce en metas verificables? ¿Dónde se ve, en la práctica, que esas prioridades ordenen el presupuesto y el trabajo cotidiano?
Hoy predomina una comunicación que construye relato antes que resultados, con más energía en contar que en transformar y más eslóganes que políticas tangibles. Abundan presentaciones en diapositivas disfrazadas de informes técnicos: estéticas y concisas, pero sin línea base, sin metas verificables, sin presupuesto estudiado ni mecanismos de corrección. Se confunde el presentar con el hacer; el relato con los datos.
El mismo patrón aparece en decisiones mayores. Se ha comprado un instituto privado amparándose en la idea de un gesto noble, pero sin una due diligence seria: sin auditorías académicas y financieras independientes, sin evaluación de pasivos ni modelo de integración. La buena intención no reemplaza la evidencia: cuando se compra sin mirar, la comunidad paga la factura.
Ese desplazamiento -de la acción al relato- es involución porque el ecosistema deja de aprender y sólo simula movimiento: se multiplican reuniones y presentaciones, se posponen implementaciones y no hay evaluación que cierre el ciclo. Las ideas circulan con cautela y la diversidad -fuente de innovación- se repliega. Una universidad sin diversidad interna, sin crítica y sin experimentación, pierde su capacidad de mutar y, por tanto, de evolucionar.
Ante tal escenario, nuestra rectoría ha sido mayormente reactiva. Mira el barómetro político antes que el termómetro institucional. Se gobierna según la coyuntura, la polémica del día o la oportunidad del momento, no según la salud del organismo. Esa reactividad produce decisiones tácticas, no estratégicas: parches y anuncios que no se traducen en cambios. Resultado: una universidad más grande en estructura, pero enferma en dirección y liderazgo. Los discursos celebran la transformación; los procesos la frenan. La gobernanza se vuelve defensiva: en vez de adaptarse para evolucionar, intenta controlarlo todo mientras el entorno -tecnológico, académico y social- se mueve más rápido.
No necesitamos más relato, sino una biología institucional renovada. Crear un ambiente donde las ideas emerjan, se prueben, se discutan y -si funcionan- se hereden. Donde la innovación no dependa de permisos, sino de propósito. Esto implica asumir riesgos medidos, abrir espacios a programas piloto, evaluar seriamente, escalar lo que sirve y retirar lo que no, aunque duela. Significa volver a confiar en la diversidad como motor y en la evidencia como brújula.
En la naturaleza, las especies que sobreviven no son las más fuertes ni las más grandes, sino las que mejor aprenden a adaptarse. Lo mismo ocurre con las universidades: no sobreviven por su tamaño ni por su historia, sino por su capacidad de transformarse sin perder sentido.
Hoy, lo urgente no es defender la postal de lo que fuimos, sino atrevernos a recuperar la capacidad de evolucionar. Solo así la Usach dejará de girar en círculo y retomará la marcha: con rumbo, con coraje y con la humildad de quien sabe que aprender es siempre la forma más alta de gobernar. Si la autoridad no lo comprende ni asume la responsabilidad de encaminar el cambio con diálogo, evaluación y visión colectiva, la evidencia histórica es implacable: toda institución que se niega a adaptarse termina extinguiéndose.